Trigésimo tercer día de cuarentena.
Deslocalizados. El virus ha deslocalizado a la sociedad española. No porque no
se sepa dónde estamos, que ahora es fácil encontrarnos. Sino por la sensación que
empezamos a tener de no saber cuál es nuestro lugar en lo que está por venir.
Hemos perdido las referencias que nos asían a un espacio, no tanto geográfico,
como temporal y posicional. La gran pregunta, que ya muchos nos estamos
haciendo es ¿qué va a ser de nosotros y el mundo que conocíamos? Metafísica
pura. Es como preguntarnos qué lugar ocupamos en el universo o qué hacemos aquí,
con una pequeña diferencia, el futuro no es el cosmos, que se escapa a nuestro
conocimiento. Podemos intervenir en él, siempre que nos lo propongamos y dejemos
de ser culo de sofá, para convertirnos en sans-culottes en marcha, para que no
nos vuelva a pillar el toro de la lógica económica embistiendo contra todo.
Confinados en casa, vemos que el coronavirus,
en contra de lo que nos dicen, si sabe de clases sociales (perdonen que utilice
un término ya en desuso por la corrección política, pero es que no encuentro
otro mejor). No se pasa el confinamiento igual el La Moraleja, que en el
ensanche barcelonés, que en el barrio de Orcasitas de Madrid, o en las Mil
Viviendas de Sevilla. Esta diferencia es una de las deslocalizaciones más lacerantes
que ahora estamos viviendo: el desigual reparto de la riqueza que nos ha traído
tanto neoliberalismo unido en lo universal. Para que se me entienda: tanto neoliberalismo
globalizador.
Por eso, ahora nos damos cuenta
de que nuestra economía se ha deslocalizado tanto, que no tenemos tejido
productivo para hacer frente a una cosa tan simple como fabricar mascarillas y hemos
de estar mendigando en medio mundo a ver si conseguimos un avión, con material
no defectuoso, pagado a precio de oro.
Haber convertido a China y
cualquier país del mundo que permitiera
al capital producir barato, es decir, explotando a los trabajadores, en la fábrica
de occidente, no es una decisión inocua, sin consecuencias. Porque, no solo ha
lapidado nuestra capacidad industrial y convertido en un parque temático del turismo
(aquí me refiero a España), es que, en una grave crisis sanitaria como esta, está
avocando a miles de trabajadores y trabajadoras al desempleo. Sin industria,
con el turismo borrado del mapa y los servicios cada vez más tecnificados y precarizados,
qué nos queda. Nada. Estar tan deslocalizados como la economía de nuestro país.
Y todo en beneficio de unos pocos, que consideran como daño colateral de la globalización,
que la gran mayoría de la población sienta el presente y el futuro como una amenaza
para su bienestar.
Aplaudimos todos los días, para
dar ánimos a quienes están padeciendo esta pandemia más de cerca. Es un gesto que
nos sitúa en el mapa de la solidaridad y la empatía. Parece tonto, pero también
es una presión insoportable para el poder, que les ha impelido a tener que
mover el culo para solucionar las graves carencias que ha mostrado nuestro
sistema sanitario y productivo. No lo olvidemos, nuestro aplauso es un arma
cargada de futuro, como nos dijo Gabriel Celaya que era la poesía.
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