martes, 27 de abril de 2021

El "sofagate" o la humillación de las mujeres europeas.

 


No sé por qué tengo la sensación de que la presidenta de la Comisión Europea, Ursula van der Leyen, se siente sola tras la humillación que el presidente de Turquía, Tayyip Erdogán, con la camaradería del presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, sufrió en su visita al país turco, tras ser ninguneada por los dos dirigentes, en lo que se ha llamado el “sofagate; solo les faltó pedir que les sirviera un  café. Un acto del machismo más burdo e indigno, que del dirigente turco se da por sentado, pero no del dirigente europeo, que nos ha hecho avergonzar a muchos, de cómo, todavía, el machismo sigue siendo un problema mental y estructural en los comportamientos de muchos hombres y no pocas mujeres en Europa, incluidos bastantes de sus dirigentes. La propia van der Leyen lo ha descrito muy acertadamente en el Parlamento Europeo, que tampoco ha estado muy a la altura, al no recriminar, formalmente, más allá de lo que hayan expresado algunos de sus parlamentarios, ese comportamiento de un dirigente de altísimo rango en la UE.

“Me sentí humillada y sola, como mujer y como europea”, ha dicho la presidenta de la Comisión, casi en un intento desesperado para que se la escuche y no vuelva a suceder un desprecio tan grosero a una mujer, y sobre todo, entre aquellos que tienen que dar ejemplo de igualdad. Porque está claro, que si en vez de ser ella hubiera sido él, esa situación no se habría producido.

"Soy la primera mujer en ser presidenta de la Comisión Europea y así es como esperaba que se me tratara en nuestra visita a Turquía. Pero no lo fui. No hay ninguna justificación. Se me trató así por ser mujer”.  Ese es el problema de fondo, y por el que Charles Michel, si tuviera un mínimo de conciencia de género y dignidad democrática, habría presentado su dimisión. No cabe otra, cuando a una mujer, que además ocupa un puesto de altísima representación en la UE, se la trata de esa manera. Porque se insulta a las mujeres, a los hombres y a la institución que representa, que es como hacerlo a todos y todas las europeas.

Que Erdogán se comporte así no nos extraña, pero es en esos momentos de controversia cuando uno debe ser consciente de lo que está pasando, y comportarse con dignidad y respeto, algo que Charles Michel no ha hecho.

lunes, 26 de abril de 2021

Lo que Chernobyl nos enseñó y parece que no hemos aprendido.

 


Hace unos meses vi por fin la serie Chernobyl y hoy, que se cumplen 35 años de aquella catástrofe medioambiental provocada por un régimen totalitario al que solo le importaba avanzar hacia la nada, sin medir los costes humanos, sociales o medioambientales, me he acordado de ella.

 Porque en Chernobyl se conjugaron todos estos costes, que pagó una sociedad abducida por  un poder sustentado sobre los cimientos del miedo y la mentira. El sinsentido de creer, porque no existía en la sociedad soviética del momento otra posibilidad, los dictados del poder, hasta el convencimiento de que no era posible que los dirigentes que todo lo controlaban, fueran capaces de equivocarse hasta llegar a ser cómplices de la muerte de muchos que creían ciegamente en ellos.

La serie Chernobyl nos plantea una reflexión, no sobre la potencial peligrosidad de la energía nuclear, algo que cualquier espectador ya conoce, sino sobre la capacidad de resiliencia que tenemos los humanos para zafarnos mentalmente de un poder que controla nuestra vida en todos sus aspectos, mediante la ocultación de nuestras emociones, nuestros sentimientos y la verdad ineludible que marca saber que las cosas no tienen por que ser así.

Es en ese mirar hacia otro lado de la población donde se sostiene el poder autoritario, creando una falsa imagen de la realidad, muy alejada de lo que sucede realmente a nuestro alrededor. Un poder al que en la actualidad ya no le hace falta usar de manera indiscriminada la represión, porque es capaz de someternos, gracias a mensajes torticeros que solo tienen la intención de alagar nuestros oídos y de mentiras construidas metódicamente como si nuestra vida fuera un algoritmo que se puede manipular cuando lo deseen.

Lo más triste, es que cuando ya la Unión Soviética es solo materia de estudio en los libros de historia, un totalitarismo de seda y astucia se ha instalado en nuestra sociedad, cuando creíamos que estábamos vacunados contra él, no por una razón de componente ideológico, sino porque hemos decidido vivir con la cabeza metida en un agujero, para que nada perturbe nuestra autocomplacencia de sociedad acomodada. Y es que, al final, George Orwell y Ray Bradbury tenían razón cuando nos advirtieron en sus obras distópicas: 1984 y Fahrenheit 451, que el totalitarismo solo tiene una cara, que a veces lleva la careta del comunismo totalitario y a veces la del fascismo, pero siempre es la misma cosa, se llame como se llame.  

domingo, 18 de abril de 2021

Madrid al borde del abismo

 


En esta sociedad distópica que se está configurando como fin de la pandemia, las ideologías no tienen cabida, por lo menos todas menos una: la que está imponiendo su credo gracias al control de una sociedad cada vez más anestesiada, que ha cambiado su rol de ciudadanos con derechos por el de consumidores abducidos por la necesidad de poseer y gastar al son que marcan las grandes corporaciones empresariales, apoyadas en gobiernos que, siento decirlo, se han convertido en títeres de los intereses de estas.

En una distopía, lo primero que se piensa es erradicar las ideologías, porque de esta manera nadie cuestionará el poder, las desigualdades, la pobreza, la destrucción del medio ambiente y el abismo que se abre entre una minoría de ricos y el resto de la sociedad. Ya lo apuntó Francis Fukuyama en 1992, cuando se desmoronó el comunismo soviético y, según él, la única alternativa que quedaba era la democracia liberal capitalista, obviando todo el abanico de ideologías que resurgían, después de haber estado silenciadas por el enfrentamiento capitalismo/comunismo que marcó la guerra fría desde del fin de la Segunda Guerra  Mundial.

Este simplismo de reducir el pensamiento político a dos ideologías no es inocuo, está en la raíz del pensamiento neoliberal impuesto en el mundo desde finales de los años 70, cuando líderes políticos de la derecha más conservadora irrumpieron, principalmente , en el mundo anglosajón, personalizados en Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Una doctrina política, que nos ha llevado al capitalismo salvaje que se impone en la actualidad, eliminando por el camino, no solo el comunismo, sino también el estado de bienestar, los sindicatos, el asociacionismo civil político y todo aquello que se pusiera por delante de la desregulación de las normas y leyes, para poder acumular riqueza y hacernos creer, gracias a unos medios de comunicación cada vez más controlados por el dinero y los poseedores de este, que todo está acabado y que la única redención de la humanidad es entregarse al neoliberalismo salvaje sin cuestionarse otra cosa que no sea como consumir más, cobrar menos y endeudarse hasta la esclavitud financiera.

Este escenario, que es el que vamos a heredar en la salida de la pandemia, tiene todavía grandes debilidades, a pesar de intentar colarnos como irremediables a personajes como Donald Trump o Isabel Díaz Ayuso, y toda la cohorte de negacionista de todo lo que no sea el triunfo, sin piedad, del autoritarismo, el capitalismo salvaje y la reducción de la sociedad a peones de brega de los intereses del poder capitalista actual. Ahí están, en sus diferentes modalidades, vestidos de búfalo o con traje y corbata o conjuntos de Chanel, el  nuevo fascismo, que sigue siendo tan viejo como el ya conocido, en el llamado mundo occidental.

Pero es cierto que las ideologías contrarias a este fascismo de guante blanco, que utiliza la democracia para el triunfo de sus intereses, siguen estando ahí y se van abriendo camino en la sociedad, asomando la cabeza de vez en cuando e imponiéndose en territorios donde las ideologías no han muerto del todo. Aunque, sin embargo, no están exentas de caer en la desgana política, que tanto beneficia al poder neoliberal.

Decía más arriba, que reside en la destrucción del estado del bienestar el principio ejecutor más nítido del avance del liberalismo fascistoide, que trata de imponerse en el camino hacia la sociedad distópica. Pero hay todavía, afortunadamente, mecanismos pacíficos y democráticos que pueden impedir ese avance. Se ha revertido la situación en EEUU, cuando la movilización de la ciudadanía ha conseguido frenar el ascenso desbocado del fascismo trumpista, y lo puede conseguir Madrid, haciendo que la imagen de ese totalitarismo a lo Donald Trump que representa Isabel Díaz Ayuso, no se abra camino en las próximas elecciones.

No tiene sentido que la comunidad autónoma más rica de España tenga todo los indicadores sociales bajo mínimos, desde un punto de vista democrático y de bienestar, y vaya a triunfar en las próximas elecciones una candidata que solo ha sabido hacer bien una cosa: gobernar para que los ricos sean más ricos y los pobres más pobres. Una Comunidad que tiene los peores niveles de gasto público, de desigualdad, de contaminación, de pérdida de libertad (entendida esta como la capacidad de decidir sin que la situación vital esté encadenada a la subsistencia). Que durante años se ha dedicado a desmantelar los servicios públicos: sanidad, educación, dependencia, atención a mayores, etc., todo en beneficio de la privatización de lo público. Y a mayores de la mano de la extrema derecha, ya sea bien fagocitándola o bien pactando con ella. Por no hablar de la desastrosa gestión de la pandemia, que está dejando un reguero de muertos y afectados por el camino.

Isabel Diaz Ayuso representa lo más parecido al hombre de los cuernos de búfalo que asaltó el Capitolio en Estados Unidos. Y no está sola. Detrás de ella o empujándole a ella, está el poder más ideologizado que ha existido en España en los últimos años. Un poder que ha encontrado en el simplismo de la candidata del Partido Popular la horma para imponer sus intereses sobre todos los madrileños y, si es posible, preparare el asalto al gobierno del Estado, que perdieron ahítos de corromper al partido que durante años se dedicó en cuerpo y alma a desmantelar el estado de bienestar en España.

No tendría sentido, si el mal de la desideologización en Madrid ya no fuera reversible y los que más tienen que perder se hagan el harakiri en estas elecciones. Pero todo es posible cuando nos empeñamos en creer que Fukuyama tenía razón, aunque no hayamos oído hablar de él en la vida. Ahora más que nunca los madrileños pueden elegir entre distopía o democracia que les lleve, nos lleve, pasito a pasito hacia la utopía, pasando por una mejora, más tangible, de sus condiciones de vida, simplemente distribuyendo mejor la riqueza.       

      

lunes, 12 de abril de 2021

Aniversario de una República fallida

 


«Fue un día profundamente alegre -muchos que ya éramos viejos no recordábamos otro día más alegre-, un día maravilloso en que la naturaleza y la historia parecían fundirse para vibrar juntas en el alma de los poetas y en los labios de los niños».

De esta forma Antonio Machado recordaba en una artículo publicado en 1937, en La Voz de España, bajo el título: “El 14 de Abril de 1931 en Segovia”, un día que fue el comienzo de una gran esperanza para el pueblo español y que a él le llenó de alegría al ser uno de los que proclamaron la República junto a su amigo Antonio Ballesteros e izaron su bandera desde el balcón del Ayuntamiento y se cantó la Marsellesa y el Himno de Riego.

Machado, como tantos millones de españoles que abarrotaron las plazas de sus ciudades, abrazó la República porque traía un nuevo aire de libertad; de poner fin al despótico control de la sociedad por parte de una clase anclada en los privilegios del pasado; de la utilización de todos los resortes del Estado en beneficio de los intereses de ricos, nobles, eclesiásticos y militares, que tenían un concepto patrimonial del país; para poner fin a una monarquía corrompida, que bajo sus alas daba cobijo a corruptos, facinerosos y asesinos.

La República fue un soplo de aire fresco en un país asfixiado por una clase dirigente a la que le importaba poco o nada la miseria que crecía a su alrededor, la represión brutal de los trabajadores, la utilización de matones para acabar con dirigentes sindicales y sociales, y toda una lista de comportamientos que, en muchos casos, acabaron con la utilización de la pena de muerte de forma indiscriminada, si alguien ponía en peligro el estatus quo de poder que les sostenía. Militares, curas, policía, jueces, fiscales, políticos y un largo etcétera, solo servían a la corrupción, la explotación y los privilegios. Y a todo ello no era ajeno el rey Alfonso XIII, quizá, junto con Juan March, el mayor corrupto y déspota de todos los que entendían España como un coto privado de caza.

Desgraciadamente, esa República, que tan feliz hizo a Machado, fue débil con quienes desde el minuto uno comenzaron a destruirla mediante la manipulación, el control de los medios de comunicación, las mentiras, los bulos, la desacreditación y la paralización de las instituciones republicanas con sus actuaciones. Para muestra vale un botón: Cuando las Cortes empezaron a  debatir el  Estatuto de Autonomía de Cataluña, los diputados derechistas y radicales de Lerroux, presentaron más de 200 enmiendas, con la intención de eternizar los debates. No se quedó  atrás la Ley de Bases para la Reforma Agraria, que se eternizó en interminables discusiones, que acabaron descafeinando la reforma cuando fue aprobada.

Pero los enemigos de la República no se quedaron en la desestabilización de las instituciones. La insurrección contra ella fue uno de los instrumentos que contemplaron, hasta que al final, cuando la derecha perdió las elecciones de febrero de 1936 y volvieron a ver en peligro sus privilegios, pusieron en marcha el golpe estado que los devolvió al poder durante cuarenta años.

Pero la República, al final fue destruida por la desidia de sus dirigentes moderados, que nunca quisieron ver la dimensión que tenían los ataques a cara descubierta y los preparativos de golpes de estado contra ella. Excluyo de este grupo democrático y republicano a la derecha, cada vez más amiga del fascismo que imperaba en Europa y los grupos extremistas de izquierda, que antepusieron su revolución obrera  a la defensa de los valores republicanos, que calificaban de burgueses. Esa debilidad de la democracia, incapaz de defenderse de sus enemigos internos, que acaban aliándose con los externos, fue en este momento histórico más patente que nunca. No se pudo ser más displicente. Las noticias del golpe militar en Marruecos llegan a Madrid, y Azaña pregunta a Santiago Casares Quiroga, presidente del gobierno, qué estaba haciendo Franco, a lo que este le contestó: «Está bien guardado en Canarias». Después, Casares Quiroga,  habla con su amigo Juan Negrín, quitándole hierro al asunto: «Está garantizado el fracaso de la intentona. El gobierno es dueño de la situación. Dentro de poco todo estará terminado». Pero la supina necedad del presidente del gobierno republicano llega cuando el controvertido periodista Salvador Cánovas Cervantes presenció la contestación más estúpida que un dirigente gubernamental puede dar, cuando se le informa de que está a punto de producirse un golpe de estado contra su gobierno: «¡Que se levanten! Yo, en cambio, me voy a acostar».     

Ahora celebramos el 90º aniversario de la proclamación democrática de la II República en España y convendría reflexionar sobre algunos aspectos de aquella que la mitología nacional ha venido exacerbando, desvirtuando el verdadero valor de lo que supuso.

El primer mito es absolutamente partidario: para la derecha, la República fue un periodo de desorden y mal gobierno, que puso en tela de juicio la esencia de España y sus valores tradicionales y católicos, que había que enmendar, y así lo hicieron, propiciando un golpe de estado nacional/católico/fascista, que acabó con ella y la democracia durante cuarenta años. En el imaginario de la izquierda, todavía perdura el sentimiento de que los problemas de España se solucionarían simplemente con proclamar la República, aferrándose a la simbología de aquella, como si fuera el Bálsamo de Fierabrás. Nada más falso en un caso y en otro: ni fue un desastre ni una bendición.  Más bien fue una lucha sin futuro de los sectores moderados republicanos, tanto a derecha como a izquierda, en su intento por modernizar España, contra las aspiraciones revolucionarias de una parte de la izquierda y el fascismo que abrazó una parte de la derecha como única manera de preservar sus privilegios.

Todo eso sigue vivo, de ahí que el debate sobre monarquía y república siga tan polarizado en derecha e izquierda, hasta el punto de hacerlo imposible. Siguen, después de noventa años, en pie los mismos argumentos que se daban entonces. Parece que el tiempo no ha pasado o que todavía vivimos bajo la influencia de la dictadura que acabó con la República.

Decía al principio, que la República fue, ante todo, un rayo de esperanza para la gran mayoría de la sociedad española de la época, harta de corrupción, caciquismo, atraso social y desigualdad. Todavía lo sigue siendo. Pero en la actualidad deberíamos centrar el debate no en términos emocionales, sino en criterios racionales que nos hagan ver que una nueva república sería capaz de modernizar el país, desterrando los malos hábitos de una clase de poder, que se sigue comportando igual que hace  un siglo.

Por eso, cada vez es más necesario iniciar el debate para ver cómo revertimos la situación actual, tan parecida, en algunos aspectos, a la de 1931, a pesar de estar en 2021, y decidir en referéndum, si es la república o una renovada monarquía la que nos tiene que llevar por la senda de la modernización y la profundización democrática a lo largo del siglo XXI.            


La vivienda, un derecho olvidado

  Ruido. Demasiado ruido en la política española, que sólo sirve para salvar el culo de algunos dirigentes políticos, que prometieron la lun...