Pasados
ya los días de tensión nacional e internacional y de incertidumbre expectante
que hemos tenido en España y quizá en parte del mundo, por una situación que nunca
debería haberse producido si la política no se hubiera convertido en un lodazal
por obra y gracia de quienes entienden la democracia sólo cuando les beneficia
a ellos, me gustaría detenerme en un asunto, que no tiene nada que ver con las
horas y horas de tertulias, afectos y desafectos, en la mayoría de los casos muy
alejados de la reflexión que este país debería estar haciendo sobre en qué
asunto maléfico se ha convertido la discordancia política, de la que debe y
tiene que nutrirse una democracia.
Me
refiero a ese tufo hombruno que ha aparecido en las declaraciones de algunos
políticos, tertulianos y demás actores de una tragedia, que si no es griega, no
le anda muy lejos. Estos tics machirulos que afloran sin pedir permiso y, posiblemente,
sin que muchos de los/las interlocutores sean conscientes de ellos, por lo menos
en el momento de soltarlos.
Exabruptos
como el de “un dirigente político tiene que venir llorado de casa” (sólo ha faltado
decir y “con todo hecho” o “llora como una mujer lo que no supiste defender
como un hombre”) y las acusaciones de debilidad impropias de un dirigente que
debe conducir el país con mano firme, entre otras, son un reflejo del largo
camino que todavía falta por recorrer en la sociedad española y en una clase política
que no acaba de distinguir las churras de las merinas, y que cuando menos se lo
espera le sale de dentro su espíritu machista como la cosa más natural del mundo.
Porque la erradicación del machismo no se hace sólo con grandes declaraciones y
leyes grandilocuentes, no por ello menos necesarias, en favor de las mujeres.
No. Es en los comportamientos diarios, en las pequeñas intervenciones, en pensar
lo que se va a decir en un momento dado, en educar en la igualdad, para que cuando
alguien quiera parecer estupendo en un discurso atropellado o en el fragor de
una discusión, no afloren los micromachismos, por la sencilla razón de que no
existen.
El
otro asunto que me ha llamado la atención es la poca empatía que han mostrado
muchos con la salud mental. Las acusaciones de comportamiento caprichoso; de tacticismo
electoral; de actitud impropia de un dirigente político, como si estos tuvieran
que ser héroes inasequibles al desaliento; el señalamiento por abandono de sus
funciones, llevando al país a una situación de ingobernabilidad (esto después
de llevar meses escuchando que el gobierno no gobierna); en definitiva, la intolerancia
hacia quienes en un momento dado se pueden hundir emocionalmente, acusándoles
de débiles e incapaces, dice mucho de la poca aceptación que tiene la salud
mental en nuestra sociedad, tratándola como si fuera una cosa de trastornados o
pusilánimes que no son capaces de afrontar las adversidades de la vida. Otra vez
nos perdemos en postureos inútiles de bienquedas o, simplemente, es que a
muchos esto sólo les importa para reafirmarse en sus ideas excluyentes de todo
lo que ellos no consideran “normal”,
Al
final, siempre, por algún sitio sale la verdadera esencia de nuestra naturaleza,
y con el parón presidencial pidiendo tiempo para asimilar y reflexionar sobre
una situación mentalmente muy difícil, muchos han demostrado que su mentalidad
está anclada en el pasado, quizá porque este les resultaba más sencillo y fácil
de controlar, y su alma se asemeja más a un estanque de piedras, que aun ente incorpóreo.