viernes, 23 de diciembre de 2016

Cuento de Navidad

                                                                                                  Foto: Autor desconocido
Publicado en Levante de Castellón el 23 de diciembre de 2016
A mediados del siglo XIX Charles Dickens publica su famoso “Cuento de Navidad”, celebérrimo libro que hoy todavía se sigue publicando y leyendo. En él, un viejo avaro que desprecia la Navidad y sólo muestra interés por el dinero, es visitado por un fantasma que le hace embarcarse en un extraño viaje para mostrarle lo felices que somos celebrando la Navidad, hasta que el corazón de hierro del viejo se ablanda y hace brotar en él sentimientos de bondad y amor hacia los demás. Dickens, lo que nos quiere contar, en el fondo, es que la galopante industrialización que se está produciendo en Inglaterra, ha deshumanizado a la gente, y que volver a celebrar valores tan tradicionales como la Navidad, puede ser un antídoto a tanto egoísmo y olvido de los que más sufren. Es, en definitiva, un aviso contra los malos vicios del progreso, si este se deshumaniza. Lo cierto, es que en el mundo anglosajón sobre todo, el libro fue un éxito total, que llega hasta nuestros días, al poner a la gente delante de un espejo que le muestra lo peor de sí misma, cuando se deja llevar por el becerro de oro del dinero y el individualismo, que convierte a la sociedad en un selva, donde sólo sobrevive el más fuerte, provocando mucha miseria y desigualdad.
                Si el “Cuento de Navidad” de Dickens fue escrito en pleno apogeo de la Primera Revolución Industrial, hoy, que estamos en la era postindustrial, y el mundo que ha sobrevivido durante más de dos siglos se desmorona, me pregunto cuál sería nuestro cuento de navidad. Qué viaje tendría que hacer cualquier avaro del siglo XXI, especialista en acumular grandes cantidades de dinero a causa del empobrecimiento de la población y la explotación de una gran parte de la sociedad; qué habría de ver el hacedor de injusticias, para que su corazón se reblandeciera y recobrara la cordura de la equidad y la felicidad en el bienestar de todos.
                Se me ocurren tantas cosas que mostrarle en ese viaje ficticio por los vericuetos de la miseria humana que él ha colaborado a extender, que ni siquiera, en mi papel de fantasma errante, sabría por dónde empezar. Sería muy sencillo llevarle por las zonas devastadas por la guerra en Siria u otras partes del mundo, donde la vida ha quedado reducida a una silenciosa espera de la muerte, pero no lo sería tanto hacerle sobrevolar por barrios donde, tan cerca de nuestra casa, incluso de la suya, el hambre y la pobreza son los compañeros de juegos de muchos niños y  niñas; infantes y familias en proceso de exclusión social, con lo que supone entrar en ese agujero negro del que es tan difícil salir. Porque la pobreza, gracias a nuestro avaro, se hereda y pasa de generación en generación, sin solución de continuidad. Decía Pablo Milanés en su canción “Día de Reyes”: Queriendo despertar pronto/y buscar bajo la cama/encuentras llorando a tu hermana/y a tus zapatos viejos y rotos/Así, aun con esa edad,/no te permitas soñar/porque vas a despertar/con tu triste realidad. Esa tristeza de un niño y la desolación de sus padres por ver llorar a su hija porque los Reyes Magos han pasado de largo, es lo que le enseñaría.
                Aunque quizá, a él todo esto le diera igual, como le resbala la desigualdad, la violencia de género, la destrucción del medio ambiente o la pobreza energética. Los avaros del siglo XXI tienen el corazón hecho de una aleación forjada con la desesperación de los demás, y  no creo que un simple Cuento de Navidad les fuera a derretir los sentimientos, por muy navideños que sean. Quizá, lo que necesitan para no convertir este siglo en una regresión al siglo XIX es algo más persuasivo: un rayo de esperanza, una estrella fugaz que acompañe los sueños de tantos afrentados en su dignidad como personas por el individualismo salvaje. “Quiero que cantes y juegues/para lo que va a pasar,/es algo que hay que buscar/sin esperar a que llegue”, sigue cantando Pablo Milanés. Una buena dosis de kriptonita, capaz de debilitar hasta el corazón de Superman, que ponga a cada uno en su sitio y haga que la celebración de la Navidad sea, realmente, un tiempo de paz, amor y justicia.

                Feliz Navidad a todos y todas, incluso a quienes no se lo merecen, porque son el avaro del “Cuento de Navidad del Siglo XXI”.

domingo, 18 de diciembre de 2016

Y el franquismo se inmoló

               
                                                                                              Foto: Autor desconocido
Publicado en Levante de Castellón el 16 de diciembre de 2016
Fue tal que ayer hace cuarenta años y casi ha caído en el olvido su celebración. La historia se alimenta de aquellos acontecimientos que construyen el relato que las clases dominantes hacen. Así, sucesos que han marcado la historia de España quedan sepultados en el “vertedero de los recuerdos” (esto lo he tomado de esa maravillosa película de animación titulada “Del revés”), sin que haya una explicación lógica del por qué, simplemente, por alguna razón, interesa que se olvide.
                Es lo que sucede con el referéndum que se hizo en España el 15 de diciembre de 1976, para ver si los españoles aprobábamos la Ley para Reforma Política, que suponía el harakiri de las Cortes franquistas, ni más ni menos, y el momento en que empezó todo lo que vino después, hasta la fecha. Porque sin esa Ley y sin ese refrendo de la población, quedaba con el culo al aire hasta la propia coronación de Juan Carlos I, proclamado rey un año antes, por la gracia de Franco y de Dios y quién sabe si no se hubieran abierto las puertas de una república.
                Recuerdo la agitación que se vivió en el país desde su convocatoria el 18 de noviembre de 1976 (otra fecha en el baúl de olvido), día que los procuradores a Cortes votaron su autodisolución, al aprobar una Ley Fundamental, como era la de la Reforma Política, con el 81% de votos a favor. Aunque claro, esto no tiene un valor extraordinario, teniendo en cuenta que aquellos procuradores a Cortes estaban acostumbrados a votar lo que se les decía desde el Régimen (sustituyan Régimen por dirección del Partido y es más o menos lo que sucede ahora, que los señores y señoras diputados/as, votan lo que les dice su Partido), y porque es posible que ninguno fuese capaz, en ese momento, de ver en el horizonte que lo de democracia, el pueblo español, incluido el catalán, se lo tomaba en serio.
                ¿Pero por qué este deliberado olvido? Vayan ustedes a saber, qué razones tiene el poder actual, para ello. A mí se me ocurren al menos tres motivos. El primero tiene que ver con el borrado de memoria y silencio sobre la república, el franquismo y todo lo que tenga que ver con ambos, al que se está sometiendo a la sociedad desde hace cuarenta años. Es como si echándole grandes capas de olvido nunca hubieran existido y la monarquía actual entroncara directamente con Alfonso XIII, en una pirueta histórica. Algo compresible para el postfranquismo, ya que nunca se les podría señalar con el dedo, si nos olvidábamos del franquismo. Cuando, además, la Transición garantizaba la liquidación política del régimen dictatorial, a cambio de seguir manteniendo un gran poder económico y social. Además, la Ley para la Reforma Política es la última Ley que aprueba las Cortes de Franco, por eso, participa del velo de desmemoria colectiva.
                En segundo lugar la actitud de los Partidos izquierda no deja de ser paradójica. Ningunear para la historia una Ley que supuso abrir la puerta a la liquidación de franquismo, no se pude justificar, salvo que traten de esconder una realidad non grata para sus currículos: que el franquismo no se acabó por efecto de su capacidad opositora, sino por muerte natural. Además, hay otro factor que índuce a que no se hable de aquel referéndum, cuando la oposición cantaba por la calle: “Abstención, abstención, es el voto de la oposición”, que es precisamente esto, la abstención que mayoritariamente propuso la izquierda, salvo despistes como el ERC, que dio libertad de voto, o del PSOE (h), que abogó por el Sí. Porque a la izquierda, soñadora con derribar el franquismo por acción de las masas obreras, dirigidas por ellos, claro está, el referéndum les pilló a traspié; la descolocó que fuese el propio franquismo quien decidiera auto inmolarse, probablemente para que no lo hicieran otros, y, entonces, no se supo qué hacer. Por ello, a algunos Partidos de izquierda, instalados en el engranaje del sistema que surge de aquel referéndum, no les resulta muy agradable que se les recuerden que se lavaron las manos, cuando deberían haber defendido una democracia menos tutelada por el franquismo. Claro, que decir estoy hoy es mucho más fácil que verlo en aquel momento de diciembre de 1976.

                Por último, en el presente nos topamos con una palabra luciferina: referéndum. Cuando la gran mayoría de Partidos están renegando que la ciudadanía pueda decidir sobre cosas que le afectan muy directamente, invocar a un referéndum como inicio de la democracia que hoy tenemos, es tentar al diablo, y quedar en mal lugar. Así que, mejor olvidarse de aquel 15 de diciembre de 1976, y pelillos a la mar. Total, son tantos los recuerdos que estamos dejando que se lleve la marea del olvido político, que uno más ni se nota. 

lunes, 12 de diciembre de 2016

Diario esférico 12.12.2016

Nos hemos quedado con las ganas de saber cuántas veces se masturba Juan Luis Cebrián. Este personaje, al igual que su amigo Felipe González, se están convirtiendo en una patética caricaturara de sí mismo.
Hace mucho años fui a un curso sobre sindicalismo que daba el todavía sindicato vertical en el Casa de Campo de Madrid. Uno de los profesores, de bigote falangista y brazo en alto, no sé a cuento de qué, empezó a hablarnos de la masturbación, por supuesto muy amablemente invitó a las mujeres que asistían al curso a abandonar el aula, no era para menos, pues tenía que hablar con los hombres de un tema excesivamente delicado, del que ellas probablemente no sabían nada. Y menos mal, porque lo que nos dijo fue terrible, después de darle muchas vueltas dialécticas, estaba claro que no le resultaba agradable hablar de ello. El susodicho nos soltó: “cuando un hombre se masturba, es como si tirara dos litros de sangre por la taza del wáter, con graves consecuencias para nuestro cerebro”, tal cual. Yo me miraba la entrepierna y sólo veía una caño roto por donde inexorablemente me desangraba.
Nunca supimos qué tenía que ver aquello con el sindicalismo, pero ahora, con los años, después de haber escuchado las entrevistas que se le han hecho a Juan Luis Cebrián, en dos medios de comunicación, me llego a preguntar si  no tendría razón aquel buen hombre de bigotito, último rescoldo de una mentalidad que se marchitaba.
Parece que la Gran Vía se está convirtiendo en un problema de aparcamiento grave para los dirigentes del PP. Cuando todavía no se han apagado los rescoldos de la huida de Esperanza Aguirre, tras aparcar en doble fila, llega la vicepresidente y con todo el boato del poder hace que los varios coches que la acompañan aparquen en el carril bus. Ahora entendemos por qué la Espe medía el otro día tan afanosamente, dando zancadas, los metros de acera: estaba explorando el terreno para que Soraya pudiera ir a Primark a comprar un regalito; ella que de aparcar indebidamente en la Gran Vía tiene experiencia.


domingo, 11 de diciembre de 2016

1978 queda muy lejos

                                                                                                  Foto: Autor desconocido
Publicado en Levante de Castellón el 9 de noviembre de 2016
La mañana del 22 de noviembre de 1975 se había levantado luminosa, pero fría; un día típico de otoño en Madrid, con un sol engañoso. Una pequeña multitud se agolpaba en la acera de enfrente al Congreso de los Diputados, por aquel entonces Cortes Españolas, a un lado y a otro de la Carrera de San Jerónimo. Algunos llevaban allí desde primeras horas de la mañana  por motivos diferentes. Con un amigo estadounidense que se llamaba Frank, y estaba en España por intercambio cultural, yo me encontraba situado en la plaza de las Cortes, pues desde allí, mi amigo, que era un bigardo de talla XL norteamericana, quería tirar algunas fotos y a buen seguro que lo consiguió, teniendo en cuenta que sacaba la cabeza a todos los presentes en la plaza.
                La verdad es que siempre me ha gustado asistir a este tipo de acontecimientos históricos, por eso, cuando mi amigo el yankee me propuso que fuéramos, no lo dudé, y allí nos presentamos, convencidos de que estábamos siendo testigos de un acontecimiento que seguro iba a tener un hueco en los libros de historia. A pesar del frío, todo iba según lo previsto: la llegada del príncipe, a punto de ser rey, y su familia, levantó bastante revuelo entre autoridades, policía y público asistente, pitos (aseguro que los hubo) y aplausos. Pero la estrella indiscutible fue otro. Unos minutos antes de la llegada de Juan Carlos, creo recordar, un coche negro, de esos que se utilizaban para la visita de jefes de estado extranjeros, paró unos metros más abajo de la escalinata de entrada al edifico de las Cortes, engalanada para las grandes ocasiones. Del  mismo, rodeado de guardas espaldas, bajó Pinochet y entonces el griterío se hizo ensordecedor: ¡Pinochet! ¡Pinochet!, gritaba gran parte del público asistente, como si quisieran encontrar en él refugio a su frustración por la pérdida de su amado dictador. El chileno, sabedor de las simpatías que despertaba, saludaba feliz, en ese improvisado, pero a todas luces preparado, paseíllo, que sólo tenía por objeto una demonstración de fuerza de los defensores más acérrimos del franquismo, como aviso a navegantes.
                Esa era la España quedaba tras la muerte de Franco. Con un rey nombrado a dedo por el dictador y una sociedad dividida entre quienes lloraban la muerte de su caudillo y quienes anhelaban que esa muerte fuese el final de una feroz dictadura que había durado cuatro décadas, dando paso a la democracia, esa que tomó carta de naturaleza jurídica cuando tres años más tarde se aprobó en referéndum la  Constitución, que cumple ahora treinta y ocho años.
                No fue un camino fácil, sobre todo para la izquierda, que tuvo que hacer muchas renuncias y concesiones a un franquismo descabezado, pero que supo transitar hacia la legalidad democrática, conservando las élites de la dictadura gran parte de sus privilegios. Es posible, que en aquellos años, la Constitución que se aprobó fuese la única posible para embocar al país por la senda de la democracia, eso no lo voy a poner yo aquí en cuestión. Pero no es menos cierto, que se diseñó una democracia muy tutelada por la derecha franquista, de baja calidad y blindada para que el sistema que se ponía en marcha hiciese muy complicado hacerle cambios.
                En los años de la Transición no teníamos perspectiva histórica para darnos cuenta de todo esto y mucho menos, cegados por la idea de poner tierra de por medio con el franquismo. Obviamos poder decidir entre la monarquía impuesta por Franco o la república; aparcamos en la cuneta de la historia el reconocimiento de todos que sufrieron represión y muerte por la dictadura; nos olvidamos de blindar el estado de bienestar en la Constitución, y dejamos que el franquismo impusiera su visión unitaria del Estado, quedando abierta la herida del no reconocimiento de las nacionalidades históricas, con las consecuencias que hoy y a los largo de estos años hemos padecido.
                Son muchas las lagunas que dejó el sistema nacido en 1978 y que la confortabilidad de la élite del país no ha tratado de solucionar. ¿Para qué si a ellos les ha ido bien?  Pero en el siglo XXI, con una sociedad totalmente diferente a la que había cuando el dictador Franco murió, las reformas son urgentes. Y no cambios que sólo supongan una operación cosmética para que todo siga igual; se necesita una revisión profunda, de la que surja una Constitución respetuosa con las cosas buenas de la actual, pero alejada de ese postfranquismo tan vigente en estos años. Hace falta diseñar un país con mayor calidad democrática, mejoras garantías sociales y reconocimiento de derechos incuestionables en un estado de bienestar, que ensanchen los límites de la libertad; un país de igualdad de oportunidades y de género, que posibilite un mejor reparto de la riqueza. En definitiva, una Constitución abierta a toda la sociedad española y a todos los pueblos que la integran, para que nadie se pueda sentir excluido, porque si no se hace así, el país se irá deteriorando poco a poco y caeremos en manos de esos populismos de tufo fascistoide, que están surgiendo en la mayoría de los países occidentales. No me gustaría volver a ver cómo se jalea a un dictador en las calles de nuestras ciudadades.    

                No será fácil, tampoco lo fue hace cuarenta años. Pero es la oportunidad de volver a diseñar una España en la que la gran mayoría nos reconozcamos.   

martes, 6 de diciembre de 2016

Diario esférico 6.12.2016

               
                                                                                                Foto: Autor desconocido
Leo en diferentes medios de comunicación las razones que la derecha nueva y vieja da para no acometer la reforma Constitucional. Parece que se han abonado a la falta de consenso, como argumento más sólido, para dejar las cosas como están, es decir, que los problemas que se quedaron sin cerrar en la Constitución de 1978, sigan pudriendo la convivencia y deteriorando el estado de bienestar. Empiezo a pensar que a los santos barones de la derecha y a algunos de la izquierda les viene bien “el cuanto peor mejor”, así pueden seguir manejando a su antojo los designios del país.
                Lo que no logro entender es a qué consenso se refieren. O no tiene ni idea de cómo se fraguó la Constitución actual o están tratando de construir un relato muy alejado de la realidad del momento. Pues nada hay más disparato que hacernos creer que  antes de empezar la negociación constituyente había un consenso previo. Ni mucho menos. En lo único que estaban de acuerdo era en que había que elaborar una Constitución, pero esto era casi un imperativo político, una vez disuelto el franquismo, el fuero de los españoles y los principios fundamentales del movimiento. Difícilmente se podía dar la imagen en el mundo de que España caminaba hacia una democracia, si no se aprobada una Carta Magna que así lo hiciese parecer. Hasta ahí el consenso.  El resto fue una dura, larga y tensa negociación, que estuvo en algunos momentos a punto de estallar, hasta que Alfonso Guerra y Abril Martorell se encerraron en el restaurante José Luis de Madrid, sine die, hasta que llegaron a un acuerdo de mínimos, que trasladaron al resto de los Partidos y sus ponentes en la negociación.  Porque, la Constitución de 1978, fue eso: un acuerdo de mínimos, pactado entre la UCD y el PSOE. Así que, de consenso poco, y sí mucha negociación a cara de perro.

                Pero eso no se sostiene que ahora nos vengan diciendo que no hay consenso para iniciar su reforma. Si la sociedad está convencida que se debe reformar hay que iniciar las negociaciones ya, sin tanta demagogia y a cara de perro si es necesario, como se hizo en 1978. Lo importante es que al final se llegue a un acuerdo que no satisfaga a ningún Partido, pero que puedan asumirlo todos, y que nosotros podamos refrendarlo.  

viernes, 2 de diciembre de 2016

Y Fidel se murió

                                                                                                  Foto: Autor desconocido
Publicado en Levante de Castellón el 2 de noviembre de 2016
La muerte de Fidel Castro me ha dejado sentimientos encontrados. No es de extrañar, teniendo en cuenta que pertenezco a esa generación que se considera heredera del Mayo 68 francés, que tuvo en la Revolución Cubana una fuente de inspiración espiritual y emocional, mucho más que política. Para todas las generaciones, los símbolos son la sal de nuestras emociones, el pegamento que une a millones de personas y les da sentido de pertenecía a algo, y qué duda cabe, que Fidel Castro, junto al Che Guevara, fueron la imagen de esa revolución soñada en la juventud, que tan bien asimiló el mayo francés.
                Por eso, tengo emociones enfrentadas. Por un lado, se ha muerto el símbolo todavía no prostituido en poster por la industria de la mercadotecnia, como ha pasado con el Che, colgado en miles de paredes, despojado de cualquier significado político. Fidel Castro era el hombre que se enfrentó a la gran potencia de occidente, a la metrópolis del imperio occidental, y aguantó contra viento y marea todas las embestidas sufridas durante décadas por las democracias occidentales; y la tuvo en jaque, sorteando todo tipo de obstáculos, embargos e intentos de asesinato (¿calificarían esto de terrorismo los actuales gurús mediáticos del pensamiento neoliberal?), colocando en una posición casi de ridículo a unos cuantos presidentes estadounidenses, que nada pudieron hacer por acabar con él y su revolución a ciento cincuenta Kilómetros de sus costas.
                ¿Cómo no iba a seducir a la juventud del “yankees go home”  esa fuerza capaz de pararle los pies al gigante americano? ¿Cómo no íbamos a creer que en Fidel Castro estaba la energía que necesitábamos para hacer nuestra revolución particular? Difícil no convertirle en el símbolo que toda juventud necesita para sentir que puede cambiar el estatus quo social heredado de sus mayores. Fidel Castro, aunque hoy muchos renieguen de su figura, ha sido y sigue siendo un referente revolucionario, incluso cuando ya hemos dejado de serlo, de esa revolución romántica con la que muchos nos hemos emocionado en canciones, películas, libros e interminables tardes de café planificando como íbamos a redimir el mundo de sus pecados. Fidel Castro iluminó nuestra juventud, hasta a aquellos que nunca nos sentimos comunistas, porque él era la Revolución personificada, y por eso hoy lloramos su muerte, porque con ella el cordón umbilical con nuestros sueños políticos de juventud ha quedado definitivamente roto.
                Pero hay otro Fidel Castro, al que la historia no va a redimir, a pesar de los logros sociales de la revolución cubana. Esa es la otra parte del sentimiento contradictorio que me ha dejado su muerte. Con los años, uno se va dando cuenta que una sociedad no pude vivir en paz consigo misma si no hay libertad y de esta, en Cuba, ha habido muy poca en estas décadas de revolución. La Revolución Cubana, esa que tanto se ha admirado por distintas razones, como todos los regímenes autoritarios tiene un revés muy triste y muy negro. Caer en la cuenta de que el castrismo siempre se ha sostenido sobre unos aparatos de represión policial y civil, que ha asfixiado cualquier atisbo de libertad, encarcelando, reprimiendo, controlando la información, dirigiendo al cultura y la educación, etc., no fue, en su momento, un plato fácil de digerir para muchos. Pero la realidad siempre es peor que nuestra imaginación y muy tozuda. Y un dictador, al final es un dictador, que trata de perpetuarse en el poder, y esto sólo se puede hacer mediante la eliminación de cualquier disidencia, por pequeña que sea.

                Decía más arriba, que la política, para todos nosotros, está más vinculada a las emociones que a la razón (últimamente tenemos bastantes ejemplos que confirman esta afirmación) y Cuba, los habitantes de la isla y los exiliados, van a despertar de un sueño marcado por los sentimientos, por la percepción que cada uno ha tenido del castrismo, que por otro lado, con la muerte de Fidel queda para la revisión de la historia. Ciertamente, al igual que pasó en España cuando otro dictador llamado Franco murió en la cama, en Cuba se ha pasado un página, que quieran o no va a determinar su futuro, pero ha llegado el momento de buscar nuevos líderes, que no sean tan universales, pero que puedan abanderar y emocionar a los cubanos, porque entre todos van a tener que escribir el libro de su país en los próximos años. Que la suerte les acompañe.  

La peligrosa huída hacia adelante de Israel y EEUU

  Netanyahu, EEUU y algún que otro país occidental demasiado implicado en su apoyo a Israel, haga lo que haga, sólo tienen una salida al con...