Vigésimo día de cuarentena. Os
aseguro que hoy es un día difícil. Me ha costado mucho ponerme a escribir. Mi ánimo
está bajo y nunca he entendido la escritura como una terapia. Ayer fue un día
complicado. Justo a las ocho, cuando me asomaba al balcón para aplaudir, recibí
una llamada de esas que sabes que pueden llegar, pero que nunca la esperas. Mi
hermana me comunicaba que mi madre acababa
de fallecer por coronavirus en la residencia madrileña donde llevaba varios
años de residente.
Todas las cifras. Todas las
estadísticas de estos días, de repente cobran cara: la de mi madre. Se cae ese
velo que disfraza la realidad en la frialdad de los datos, que nos resultan tan
ajenos y tan llevaderos. Es como si en un segundo, el “pico de la curva”, las gráficas
de evolución de la epidemia se humanizaran y adquirieran rostro: el de todos
los que han fallecido, el de todas las que sufren la enfermedad en el silencio
existencial de una UCI, en el vacío de una cama de hospital sin contacto con el
mundo exterior, con la vida puesta en las manos del personal sanitario.
No puedo tener malas palabras
contra la residencia, a pesar de lo que se está diciendo estos días, porque me
consta que están haciendo un esfuerzo sobrehumano para llevar la situación que están
viviendo. Porque durante años han tenido un trato exquisito con mi madre. Solo
puedo tener agradecimiento hacia su personal y hacia el de todas las
residencias de la tercera edad que hay en España. Ahora se habla mucho y quizá
se conozca poco.
Mi madre se ha ido rápido, en apenas
dos días desde que nos comunicaron que había dado positivo en el test. Su avanzada
edad y algunas patologías previas han empujado bastante hacia el trance final.
Solo deseo que no haya sido consciente de ello y que ese momento, que dicen que
tenemos de lucidez antes de cruzar la laguna Estigia, haya sido para recordar
los instantes más felices de su vida, que afortunadamente han sido muchos, y de
reencuentro con su Pepe, al que tanto echaba de menos.
A mí me queda una extraña
sensación de orfandad. Como si ahora que ya tus padres no están, te quedaras
solo ante el mundo. Cuando viven, aunque los veas poco, sabes que están ahí,
pero cuando faltan los dos, se acabó, ya eres tú solo frente a tu vida, por muy
mayor que seas. Esa es la sensación que yo tengo y la pena de no poder despedirla
hasta que todo esto pase. Y un recuerdo cálido, sobre los demás: el de un niño
de apenas tres años en una habitación casi vacía, porque hacía pocos días que
se habían trasladado a vivir a la nueva casa, bajo una tormenta de verano que
se colaba por la ventana, junto a una mujer joven que lo abrazaba y sentía que
nada le podía pasar, porque estaba con su madre. Hoy volveremos a vernos en el
balcón a las ocho.
Mucho ánimo, lo siento..sigo tu blog, estos días me da fuerzas, justo las que ahora te quiero mandar a ti..un abrazo...
ResponderEliminarMuchas gracias, Antonio y ánimo, que lo vamos a necesitar.
ResponderEliminarLo siento mucho José Manuel. Mucho ánimo. Debemos seguir adelante, con paso firme, pero algo es seguro, nunca seremos los mismos. Un abrazo muy fuerte desde CHILCHES/XILXES.
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