Vigesimonoveno día de cuarentena.
Il dolce far niente. Entramos en la quinta semana de encierro casero y la cosa
se hace cada vez más cuesta arriba. No quiero ni pensar cuántos están echando
de menos el madrugón para ir al trabajo; al pelma de la oficina de quien se huye
como si tuviera la peste; al sabelotodo de la fábrica, sobre todo los lunes,
que es el mejor árbitro de España; al profesor que no hay quien lo entienda y
los alumnos insoportables abducidos por el TikTok; y a la interminable jornada
laboral, esa que nunca se acaba, porque hacemos más horas en el trabajo que un
sereno. Ahora, entre las cuatro paredes de la casa, echamos de menos tantas
cosas, una vez que casi todo lo que nos habíamos planteado hacer ha quedado, como
dejar de fumar a principios de año, en el cajón de las buenas intenciones.
Llegamos al principio del confinamiento
pasados de revoluciones, como vamos habitualmente en nuestra vida “normal”, y
se nos hacía impensable no estar todo el día haciendo cosas: correr por el pasillo,
leer cien libros, ver doscientas películas, acabar con todas las chapuzas pendientes
en casa, jugar con los niños, limpiar a fondo los rodapiés, escribir una
novela, componer un disco, salir a aplaudir a las ocho, hacer videoconferencias
con la familia, ordenar los libros, clasificar los discos, hacer un curso de cocina;
llegar a las cien flexiones…, seguir, seguir, seguir y seguir con la mente siempre
ocupada, porque si no es así, parece que no nos sentimos vivos.
Pero ya llevamos cuatro semanas y
las ganas de hiperactividad flaquean; en muchos hace ya días que lo habrán
hecho. No pasa nada. Llega el momento de il dolce far niente, la dulzura de no hacer
nada. De no ponernos metas; de renunciar a ser superman o superwoman; de dejar
de sufrir por no hacer nada y disfrutar de la belleza de la vida sin prisas. Es
el momento de darnos cuenta de que la cabeza no tiene por qué ser una caldera a
presión. Si nos apetece leer, leemos; si nos apetece hacer gimnasia, la hacemos;
si queremos dormir en el sofá, dormimos; y si nos aburre cocinar, nos abrimos un vino.
Ya es hora de disfrutar lo que
hacemos, sin prisas, sin agobios. Incluso los niños, aunque estos si necesitan
que les prestemos atención, estarán más tranquilos si nos ven relajados en el silente abandono de “il far niente”.
El poeta mexicano Antonio Plaza
Llamas (1833-1882), escribió:
Indiferente a lo que el docto escriba,
en holganza constante me esperezo,
y después de roncar, canto el bostezo.
y después de cantar, Morfeo me priva.
Pues eso. Y si les apetece bailar, cojan a su pareja y déjense
llevar por la dulzura del tiempo detenido en una cuarentena. Pero no se olviden
de salir a las ocho.
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