jueves, 30 de marzo de 2017

"Me cuesta tanto olvidarte" de Mónica Mira

               
Una novela puede ser buena por muchos motivos, algunos muy sesudos y otros más ligeros, depende de las personas y los momentos de la vida. Al final es un reconocimiento subjetivo, que nos puede hacer desechar lo que para otros es una gran novela, o entusiasmar lo que muchos repudian.  En mi caso particular, me tiene que gustar, envolver su trama, sentir la caricia de las palabras como algo placentero y no pesado. Tiene que haber conexión con el texto, para que no quiera que se acabe, y debe transmitirme no sólo sentimientos y emociones, también alguna que otra enseñanza. Pero, cuando realmente sé que una novela me ha atrapado, es después de haberla leído, si su recuerdo sigue estando presente en mis pensamientos.
                Algo así, es lo que me ha sucedido con la novela de Mónica Mira: “Me cuesta tanto olvidarte” (Versátil 2017), que me ha atrapado más allá de su lectura. He de confesar que llegué a ella con cierta prevención, pues viene editada en un una colección de novela romántica, género que suelo frecuentar bastarme poco. Por lo que ya de entrada, es inevitable,  mi disposición no era muy favorable. Pero ahí es donde está la gracia: afrontar una lectura sin un interés mínimo y llevarte la sorpresa. Es lo que tiene la literatura, que si nos acercamos a ella sin dogmatismos, nos puede deparar momentos fantásticos, sin buscarlos.
                No soy muy entendido en este género que leen miles de personas, y por tanto desconozco sus claves, por eso yo no me atrevería calificar “Me cuesta tanto olvidarte” como novela romántica,  porque tras un argumento hipotéticamente sostenido por el amor, no una amor pegajoso y dulzón, sino un amor de los que duelen, de los que cuesta llegar a entender, y cuando lo haces, te das cuenta de que el amor tiene muchas aristas, que muchas veces nos hieren, sin que lleguemos a descubrirlas; tras ese amor que desde el personaje principal, Gabriela,  se abre a varias personas, se esconde una historia muy triste de soledad y descubrimiento de lo que uno se pierde de la vida cuando está dedicado en exclusividad a un asunto.
                Mónica Mira con estos ingredientes hace además una radiografía de algunos de los temas más actuales que hoy marcan la información de los medios, se nota su oficio de periodista: la corrupción, el alzhéimer y la desolación que deja en familiares,  la violencia sostenida por el poder del dinero, la mentira pública y privada en la que vivimos instalados, el machismo irreverente del poder que trata a la mujer como un objeto, y el esfuerzo que tenemos que hacer para sobrevivir en este mundo donde nada es lo que parece. Y lo hace a través de un relato muy bien organizado, con una estructura lineal de la novela, por lo que no hay lugar a equívocos temporales, y unos personajes bien trazados, que están perfectamente insertados en la trama, y, sobre todo, en lo que la autora pretende contarnos.
                Dos son los personajes principales: Gabriela, una mujer en la treintena, que de repente se enfrenta a la vida desde la soledad y el desamparo, tras haber dedicado años al cuidado de su padre enfermo de alzhéimer; y Darío, un joven fotógrafo de familia  acaudalada, con un padre que sólo vive para conservar su poder y aumentar su riqueza. Los demás son personajes colaterales, necesarios para construir la historia que van a vivir Gabriela y Darío, que va mucho más allá de una historia de amor, aunque sea este, y no sólo el amor pasional, el que les redima de sus triste vida.

                En definitiva, Mónica Mira escribe una novela con muchos recovecos, de una lectura agradable, que no deja indiferente. A mí, me ha costado desprenderme de ella, una vez leída. 

miércoles, 29 de marzo de 2017

Diario esférico. 20 marzo 2017

                                                                                                     Imagen: Autor desconocido

La intolerancia sigue avanzado casi manu militari. Los nuevos mesías del mundo, que han pasado de redimir nuestros pecados políticos a salvarnos de los vicios contranatura que tenemos. Quiero decir, contra la naturaleza, tal como ellos la entienden. Pobres pecadores, los que no estamos tan iluminados por la verdad hasta convertir nuestra vida en una cruzada, quién sabe si acompañada de modernos cilicios.
Un restaurante vegano, es decir, vegetariano, pero en hooligan , situado en Tarragona, prohíbe a las mamás dar biberones de leche de vaca a sus bebés. No les debe parecer saludable en su mundo de comida sana y libre de sospecha criminal. El caso es que, en un  alarde de tolerancia, dicen que  no les importa que las mamás alimenten como quieran a su bebés fuera del restaurante, pero dentro ¡Válgame Dios!... no se puede consentir que se contamine un recinto tan sagrado. No sabemos si la mamá se saca la teta y da de mamar al niño o la niña, también les parecerá una ofensa para sus creencias culinarias, o lo verán con esa ternura que les despiertan las cosas naturales. Como si la mujer, con todos mis respetos, no sea un mamífero igual que la vaca. ¿Y si la lecha materna ve en un biberón, para que pueda dar el padre de comer a su vástago, y la mamá se distraiga un ratito? ¿Qué harían en este caso? Todo un dilema, porque según los dueños, en su restaurante no se puede entrar comida de origen animal.
Pero lo mejor son las razones de los dueños, las que les llevan a pensar que sólo ellos tienen la verdad de la existencia, quizá por alguna suerte revelación divina. Tras acusar a las del biberón de ser ladronas de las leche de los terneros, se justifican con el reservado el derecho de admisión, pero en plan guay: “Entendemos este negocio como una forma de vida; hacer excepciones es no tener ninguna norma, lo que lleva a no tener valores”. Cualquier secta no lo habría definido mejor. Sus valores veganos son tan altos que no cabe la excepción. Revelación de los dioses.
¡Ah! Por si no le saben, las plantas son seres vivos, a las que también se les quita la vida para que podamos comérnoslas. Acabaremos comiendo todos alpiste, si no consideran que le estamos quitando la comida a los canarios.


viernes, 24 de marzo de 2017

Violencia

                                                                                              Imagen: Autor desconocido

Publicado en Levante de Castellón el 24 de marzo de 2017


El lunes pasado vi en internet un video en el que unos padres, por llamarles algo, se lían a puñetazos en un partido de fútbol de chavales de 12 y 13 años. La verdad, es que me quedé impactado por la brutalidad de las imágenes de esos cafres dándose empellones, mostrando su hombría -cuánto macho descarriado de la educación hay por el mundo- delante de niños, chavales y cualquier persona normal que estaba viendo el partido.
                No es la primera vez que veo una cosa así en un campo de fútbol de categorías inferiores e infantiles. Hace unos años pude presenciar una tangana parecida en Castellón, donde padres respetables en su vida cotidiana  se liaron a tortas, y no por un lace del juego, sino porque desde el principio ambas aficiones de papás y mamás energúmenos, se emplearon a fondo en calentarse mutuamente hasta que una chispa inocua encendió la llama de la testosterona que hace que los machos alfa borren de su cabeza cualquier atisbo de educación y saber estar, para convertirse en animales embrutecidos peleando.
                Me hago una pregunta: ¿Qué está pasando en la sociedad para que cada vez haya más violencia incontenida entre la gente? Quizá haya la misma de siempre, pero ahora nos enteramos más gracias a las redes sociales. Lo que no me consuela, porque esto significa que no hemos avanzado nada; seguimos siendo los mismos cernícalos de siempre, y parece que sin remedio. Podemos echar la culpa a la televisión, que ha colado en nuestras casas dosis de violencia indecentes, no sólo en los telediarios, que transmiten imágenes de una brutalidad exagerada, con la advertencia de que pueden herir la sensibilidad del espectador -si saben que es así, ¿qué sentido tiene emitirlas?-, como si eso fuera una excusa para enseñarnos, con patente de corso, muerte y violencia desmedida; también en los magazines, que en nombre de la audiencia, entrevistan, con desenfado matinal, a personajes que deberían ser repudiados por toda la sociedad, en vez de convertirlos en estrellas televisivas, que es lo mismo que sentarlos a nuestro lado en el sofá. Qué mensaje estamos mandando a la sociedad, de comportamiento cortes y tolerante, cuando día sí y día también en los reality se dan codazos para ver quién grita más que el otro. ¿Sí los famosos televisivos se comportan con esa mala educación, qué podemos pedir a los televidentes?
                El cine nos ha familiarizado con la violencia de tal forma, que ya la vemos como un acompañante más de nuestra vida; y lo que es peor, nos transmite modelos de personajes que utilizan la esta como modo de expresión natural, que indefectiblemente, aunque sea en el subconsciente, son modelos a seguir. ¿Quién puede negar que los padres que se lían a mamporros delante de sus hijos, no están tratando de emular a aquellos, creyéndose que son tan invulnerables en la realidad, como ellos en el cine o la pequeña pantalla?
                Pero no es menor, incluso diría que es causa mayor, el individualismo imperante que se está instalando entre nosotros. Esa idea que nos empuja a creer que nuestro destino es asunto exclusivo de cada uno, lo que convierte a los demás en potenciales enemigos que pueden obstaculizar nuestros planes. ¿Cómo no ser violentos, entonces, cuando el mensaje que nos inculcan es que hay que machacar al otro, en nombre de la competitividad, para conseguir nuestros fines?
                Pero también, hay una tensión violenta instalada en el epicentro de la sociedad, por la gran desigualdad que sufrimos, producto de esas ideas individualistas que se rigen por la ley de la selva, donde sólo sobrevive el más fuerte. ¿Cómo sustraerse a la violencia, cuando vemos que el más déspota y bestia es el que impone su ley? Esa corriente de desigualdad entre ricos y pobres, que está destruyendo la vida de millones de personas, es una fuente tan grande de insatisfacción, que no es de extrañar que nos estemos convirtiendo en una sociedad cada vez más cercana a las manadas de bestias salvajes que habitan en la naturaleza, a las que sólo las mueve los instintos animales más básicos.

                Esta es la sociedad que estamos construyendo, la que estamos enseñando a  nuestros hijos. Luego nos sorprende que unos padres hagan lo que se les inculca, y sólo sepan dirimir sus diferencias en un partido de fútbol a tortazos. Es muy triste, pero es la realidad que vivimos. 

viernes, 17 de marzo de 2017

Feliz Magdalena plena

                                                                                                  Foto: Autor desconocido
Publicado en Levante de Castellón el 17 de marzo de 2017
Escribo este artículo en vísperas de las fiestas fundacionales de La Magdalena en Castellón, que como en todos los sitios van a poner patas arriba la ciudad con el sabor de la fiesta, el olor a pólvora y las ganas de pasarlo bien, por el sentir que muchas personas tiene  hacia sus fiestas, y por la necesidad de romper con la rutina y las preocupaciones de la vida diaria. Así que, bienvenidos sean propios y extraños a estas fiestas que van a asegurar una semana de goce y diversión.
                Las fiestas de La Magdalena, a pesar de que llevo ya un cuarto de siglo viviendo en estas tierras, nunca las he sentido como propias, como una manifestación de mi identidad cultural primaria, esa que se absorbe en la infancia y dura ya para siempre. Decía Rainer María Rilke, que la verdadera patria es la infancia, y creo que es una de las frases más acertadas que se han dicho a lo largo de la historia. No hay más que ver a quienes han nacido en Castellón y llevan en su ADN cultural la esencia de las fiestas, como disfrutan con una emoción que les sale desde lo más profundo de sus sentimientos, frente a los “arrimaos de fuera” que sin dejar de pasarlo bien y divertirse como el que más, nos falta ese cordón umbilical que nos una a la más profundo de la tierra, esa que se mama en la infancia. Aunque también acabamos contagiados por ese espíritu lúdico y colectivo que embarga a la ciudad durante la semana festiva. Quizá, porque en el fondo, uno acaba amando lo que vive y donde vive; la patria también es el lugar que te acoge y en el que eres feliz.
                Todavía recuerdo mi primera Magdalena, cuando el Mesón del Vino estaba ubicado en la avenida del Rey don Jaime y bebíamos caldos peleones (aún no había llegado al país ni a Castellón el culto que hoy se profesa al licor de Baco, ni se había producido la gran revolución enológica que ha conseguido que cualquier vino se pueda beber con un mínimo de dignidad). Aquel primer año, La Magdalena fue para mí un impacto emocional, claro que era veinticinco años más joven y el cuerpo y la mente estaban perfectamente engrasados para la diversión y la desmedida. Entonces, la fiesta era un hervidero de gente en las calles a cualquier hora del día: familias, jóvenes, adultos, niños, abuelos, gente de posibles y gente de imposibles para llegar a fin de mes…  todo un universo de personas que sólo tenían como objetivo pasar en la calle, con sus desfiles, gaiatas, músicos callejeros  subidos a un escenario, puestos de comida y mercadillos, el tiempo que el resto del año estaban desaparecidos de la ciudad. Esa fue la sensación que tuve y la pregunta ¿De dónde sale tanta gente, que el resto del año no se ve? Porque entonces, La Magdalena era una fiesta local y no venía mucho foráneo. Una fiesta viva y muy popular que, además, para asombro de forasteros no tiene su fundamento en un santo patrón, como en la mayoría de pueblos y ciudades que pueblan la geografía española.
                Pero no quiero que piensen que me he quedado instalado en la nostalgia de aquellas primeras fiestas que viví; nada más lejos. La Magdalena es una fiesta que ha ido evolucionando con los tiempos, activa, que ha sabido incorporar los nuevos gustos de la sociedad de hoy, quizá porque está muy unida a la gente, es parte de ella, y según esta cambia, evoluciona. Es cierto que ha pasado unos años que no ha podido substraerse a la corrupción, presunta o no, generalizada que ha sacudido el país, pero ese juicio no me corresponde a mí hacerlo, doctores tiene la Iglesia para hablar de teología. Pero dicen, con perdón por la expresión, que la mierda que no mata engorda; y eso es lo que le está pasando a la Magdalena, que va creciendo año a año en voluntad de pasarlo bien y de hacerlo cada vez mejor.

                Nos veremos en la romería que más me gusta de este país, pues no vamos a recibir la bendición de ningún santo, con todos mis respetos a los santos y quienes creen en ellos, sino a reencontrarnos con el origen de lo que somos en la actualidad, nacidos y venidos de fuera. El punto desde el que partió hace casi ocho siglos la ciudad que hoy es Castellón.  Que pasen ustedes buenas fiestas, sin sentimiento de culpa por los excesos que van a hacer.    

lunes, 13 de marzo de 2017

Sólo son mujeres

                                                                                                  Foto. Autor desconocido
Publicado en Levante de Castellón el 10 de marzo de 2017
Cada año celebramos el 8 de marzo como una fecha reivindicativa de los derechos de las mujeres en igualdad con los hombres, y cada año se repiten las mismas palabras, los mismos gestos y las mismas indignaciones. Es como si el tiempo se hubiera detenido y todo siguiera igual año tras año: violencia machista, brecha salarial, desigualdad profesional… etc. Todo un rosario de afrentas hacia las mujeres que la sociedad está consintiendo, quizá porque los hombres seguimos teniendo el sentido de posesión muy activo, lo que convierte a las mujeres en un objeto sobre el que se tiene la propiedad de decidir qué hacer con él; no debemos olvidar que el mundo sigue estando gobernando por hombres o, en algún caso, por mujeres que se comportan como hombres, y las leyes son y están hechas para y por los hombres.
                Nos escandalizamos por cada atentado violento que sufre una mujer, y sin embargo no hay un clamor social para que la violencia de género tenga la misma calificación jurídica y social, que el terrorismo. O cuando un diputado polaco lanza exabruptos contra las mujeres dignos del siglo XIX, y sin embargo, ante unos calificativos que deberían haber hecho levantarse a todas sus señorías dejando con la palabra en la boca al energúmeno que estaba hablando,  nadie abandona el hemiciclo y los medios de comunicación van prestos a que sus ideas cavernícolas queden bien amplificadas por todo el continente. Nos escandalizamos, hasta que cada acto denigrante que se ejerce contra las mujeres vuelve a caer en el olvido, quizá porque vivimos en una sociedad tan cortoplacista que nuestra vida se ha convertido en una amnesia permanente de todo lo que haya pasado un minuto antes, o quizá porque, en el fondo, seguimos bebiendo tragos de ese machismo que nos han inoculado desde el poder, porque, no nos engañemos, en nuestra sociedad el poder sólo se mantiene si es machista en el sentido amplio de la palabra, es decir, si puede someter a su dominio, violencia incluida, a la mayor parte de población posible, teniendo las mujeres el doble sometimiento de la transversalidad a todas las clases sociales. Miramos cada acto de desigualdad, sintiéndolo como algo ajeno. A fin de cuentas, sólo son mujeres, por eso en el último barómetro del CIS, el problema de la violencia machista sólo le preocupa al 1,6% de los españoles.
                Tratamos de buscar soluciones a corto plazo de un problema que tiene su origen en el mismo principio de nuestra civilización, que se fundamentó,  no me cabe la menor duda, en la fuerza que les daba a los hombres ser lo cazadores, y por tanto, los que llevaban el alimento a la tribu (no hemos cambiado mucho, como pueden ustedes ver). Sin embargo, más allá de las necesarias medidas urgentes que la sociedad debe acometer para acabar con los casos más graves de machismo y violencia, el problema sólo se puede resolver a largo plazo, mediante la educación que sistemáticamente se nos ha hurtado a las generaciones actuales. Una educación en igualdad que hiciera que hombres y mujeres, en un futuro, estuvieran en el mismo plano de consideración mutua, legal y social. Yo sé que esto es revolucionario, por ello los grupos más conservadores de la sociedad, que tristemente suelen ir unidos a cualquiera de las religiones que se profesan en el mundo, no cejan en su empeño para que desaparezcan de los programas escolares asignaturas que eduquen a niños y niñas en igualdad. Además, si el poder abre la mano para que una de las mayores injusticias desaparezca gracias a la educación, quién le asegura que no va a ocurrir otro tanto con las demás desigualdades que se ocupan de mantener.

                Podemos protestar por grandes iniquidades o graves sucesos, es necesario hacerlo, pues la sociedad civil se alimenta, entre otras cosas, por ser la vigilante de los desmanes del poder. Sin embargo, nos encontramos ante un desafuero compartido, bidireccional entre el poder y nosotros. Hay muchos comportamientos que pasan desapercibidos; demasiados actos de dominio y sumisión entre hombres y mujeres; pequeños micromachismos en lo que sí podemos incidir, liquidar, romper esa dinámica de miles de años que nos sitúa a los hombres por encima de las mujeres, sin que muchas veces seamos conscientes de ello. Está bien que discutamos sobre el machismo con mayúscula en el lenguaje, en el mundo laboral, en la cultura, en el deporte, en todas y cada una de las actividades que desarrollamos diariamente, pero si nosotros no cambiamos en nuestro comportamiento cotidiano; si no exigimos, por ejemplo, que la Real Academia de la Lengua acabe con definiciones denigrantes para la mujer, pero que están ahí, porque el lenguaje se ha construido desde la visión que los hombres y el poder tienen de la sociedad , como la de sexo débil: “conjunto de mujeres”; o que a una mujer no se la despida porque no lleva tacones al trabajo o va sin pintar. Si no conseguimos esto, seguiremos celebrando cada año el 8 de marzo, con las mismas reivindicaciones, porque la igualdad se ha parado en el tiempo o está en claro retroceso. 

domingo, 5 de marzo de 2017

Muerte a Montesquieu

                                                                                                      Imagen: RUNRUN.ES
Publicado en Levante de Castellón el 3 de marzo de 2017
No se sabe a ciencia cierta dónde está enterrado Montesquieu, aquel pensador francés, no sé si se acuerdan de él, que en el siglo XVIII se le ocurrió la feliz idea de que pensar que el estado tiene tres poderes: legislativo, ejecutivo y judicial, y que estos debían estar separados, para el buen gobierno de las naciones. Imagínense ustedes, en aquel momento de monarquías absolutas y cortes esplendorosas de damas empolvadas y miriñaques; y caballeros con casaca, chaleco, chorreras y pelucas de bucles. Aunque, todo hay que decirlo, no creo que las ideas de Montesquieu tuvieran un efecto significativo en el pensamiento de la época, más allá de los círculos enciclopedistas, rendido al despotismo ilustrado de todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Pero la semilla que más adelante tomó cuerpo como liberalismo político ya estaba echada.
                La anécdota de esto, como decía al principio, es que no se sabe bien en qué lugar reposan sus restos, si en la Iglesia de Saint-Sulpice o en el cementerio, hoy desaparecido bajo los edificios, que había entre las calles de Vaugirard y Jean Ferrandi de París, cercanas a la iglesia, cosa extraña en una sociedad que adora a sus grandes personajes. No obstante, en tiempos en  que lo democracia se está convirtiendo en una sistema estético en detrimento de la ética, a algunos no les vendría mal que sobre Montesquieu y su separación de poderes, cayera una losa de olvido tan grande como la confusión que existe sobre el paradero de sus restos.
                Que la divisoria entre el poder ejecutivo y el legislativo ha desaparecido en nuestra democracia hace ya bastante tiempo, es algo ya sabido por la mayoría de la ciudadanía. Sobre todo en un país como España, donde el parlamento se ha convertido en un felpudo de los intereses del gobierno, limitándose a aprobar las leyes que este elabora, sin solución de continuidad. Esto se produce cuando hay un Partido muy mayoritario o con mayoría absoluta, que sólo tiene como misión parlamentaria hacer que todas las propuestas del gobierno triunfen. El propio sistema está diseñado para que así suceda, al no tener los diputados libertad de voto, teniendo que plegarse a los dictados de sus Partidos. Pero también, en situaciones como la actual, en las que estando el gobierno sustentado por un Partido en clara minoría parlamentaria, ninguna de las resoluciones que se aprueban en el Congreso le obligan a que las cumpla. El resultado es que ha desaparecido la capacidad legislativa del parlamento y el control que este debe hacer sobre cualquier ejecutivo. “Pulvis est” para la separación de poderes.
                La liquidación definitiva de la idea de Montesquieu ha venido estas semanas con el descarado intervencionismo del consejo de ministros sobre el poder judicial, más allá de la sospecha que veníamos teniendo; en demasiadas ocasiones algo más que una sospecha. ¿Cómo podemos interpretar si no las denuncias de fiscales sobre las presiones que vienen sufriendo a cuenta del rosario de delitos por corrupción que entran un día sí y otro también en los juzgados? Qué el fiscal general de Estado haga una remodelación de la fiscalía, liquidando fiscales que están haciendo un trabajo escrupuloso contra la corrupción, para sustituirlos por otros más afines ideológicamente,  sólo se puede interpretar como una injerencia en el poder judicial que desvirtúa la democracia. Recordemos que la fiscal general lo nombra el ejecutivo, otra intrusión que limita la separación de poderes. Por no hablar de las presiones que se ejercen sobre la judicatura, con el ánimo de torcer las resoluciones judiciales en beneficio de aquellos afines al poder político.
                Uno se queda pensando qué diría Montesquieu de todo esto si levantara la cabeza y, después de averiguar dónde está enterrado, viera lo que está sucediendo con sus ideas sobre la separación de poderes, cuando ministros se reúnen con amigos enjuiciados, para que otra cosa que intentar favorecerles ante los jueces;  o un ministro de justicia justifica que jueces y fiscales no afines a su causa sean apartados de su puesto; o cuando al parlamento cambia leyes que le son perjudiciales a quienes forman el gobierno.

                Nuestra democracia presenta graves problemas de funcionamiento. Deficiencias que tienen que ver con un poder que trata de acapararlo todo, implantando un modelo oligárquico, con la apariencia de democracia. Es como si estuviéramos haciendo el camino a la inversa de lo avanzado en estos dos siglos, y nos dirigiésemos felices y contentos hacia un nuevo despotismo ilustrado. 

La peligrosa huída hacia adelante de Israel y EEUU

  Netanyahu, EEUU y algún que otro país occidental demasiado implicado en su apoyo a Israel, haga lo que haga, sólo tienen una salida al con...