martes, 29 de diciembre de 2020

2021 Un año cargado de futuro

 



Ha llegado el momento de hacer balance del año, y casi hasta da miedo, pero yo no lo voy a hacer. Bastante he escrito ya a lo largo de los meses de pandemia, de enero y febrero ya no nos acordamos de nada, en la batería de reflexiones con las que he machacado durante meses a quién las haya querido leer.

 No voy a hablar de lo pasado; demasiados y nunca pocos balances se están haciendo en estos días. Prefiero hablar de lo que está por venir, de todo lo que se otea en el horizonte y, en muchos casos, va a depender de nosotros que pueda suceder. No es que quiera hacer futurología, para eso ya están los nigromantes y los carlosjesús de turno, es simplemente tratar de ver el año que empieza con cierto optimismo, sobre todo para todos aquellos que han perdido a algún familiar, o han padecido la enfermedad; para todo los que han sufrido daños colaterales en su salud por culpa del coronavirus; los sanitarios y demás trabajadores que han estado y están siempre en la primera línea del riesgo; para quienes han perdido su trabajo y los que hayan pasado a engrosar las estadísticas de la desigualdad y la pobreza. Y por último para todos los demás, porque el año 2021 si no lo encaramos con optimismo será terrible desde el punto de vista de la salud mental y colectiva, y no hay nada peor que una sociedad deprimida y, por tanto, incapaz de asumir los retos que tiene por delante.

Es posible que el año no sea todo lo “normalizado” que nos gustaría: todavía la mascarilla seguirá empañándonos las gafas, la inmunidad colectiva de la vacuna tardará en tener efecto inmunológico en la población y la economía seguirá en la UCI durante unos meses, hasta que volvamos a recobrar la confianza y el empleo se empiece a recuperar. Todo eso irá pasando, y nosotros debemos estar convencidos de que pasará. Basta ya de agoreros que nos anuncian el apocalipsis día sí y día no. De milenaristas que ven el fin del mundo en cada esquina.

La humanidad vive en constante riesgo provocado por la naturaleza: los virus están ahí desde que la Tierra empezó a albergar vida; hay catástrofes naturales brutales como terremotos, huracanes, erupciones volcánicas, tsunamis, diluvios, etc., y eso no nos ha impedido avanzar y hacerles frente en la medida de nuestras posibilidades. Seguirán estando entre nosotros al acecho, y con ellos nos hemos acostumbrado a vivir.   

Pero hay otros riesgos en los que sí podemos actuar, porque han sido provocados por nosotros, desde el cambio climático y todas sus secuelas de destrucción de vidas, haciendas y construcciones humanas; la pobreza secular, que en los últimos tiempos vuelve a niveles que ya creíamos olvidados; la contaminación, que mata a cientos de miles de personas en el mundo todos los años; las guerras, uno de los inventos de la humanidad más bárbaros que han existido jamás; las migraciones y toda la carga de dolor y desarraigo que arrastran en quienes las sufren; y un  etcétera demasiado extenso. En todo ello, podemos intervenir nosotros, y después de una crisis mundial como la actual, deberíamos ponernos a pensar cómo nos gustaría que fuera el futuro. Nada de ambiciones revolucionarias que solo conducen a la miseria de la postrevolución, más bien cambios que nos hagan mejorar lo que ya sabemos que está mal.

Es el momento, después de una pandemia que casi ha reseteado el mundo, sobre todo el occidental, de reflexionar y pasar a la acción, porque en nuestras manos está reiniciar la sociedad para que sea más justa, más segura, más divertida y más sana. Pero para ello hay que ser optimistas, confiar en nuestras posibilidades y no sucumbir al pesimismo atávico al que los poderes de siempre nos han inoculado. Esa es su arma para volver a la casilla de partida de un mundo del que solo ellos obtienen beneficios.

Está en nuestras manos acabar en una sociedad distópica o en una sociedad eutópica para todos y todas.  2021 puede ser el principio de ese cambio de rumbo personal y social del que tanto hemos hablado durante la pandemia.



sábado, 26 de diciembre de 2020

El silencio real de los langostinos

 


El rey Felipe VI dice en su discurso de Nochebuena (ese que todo el mundo ve sí o sí, por mucho que cambies de canal, pero nadie escucha, porque esta cenando o con los últimos preparativos de la cena) que la ética está por encima de las consideraciones familiares. Una buena forma de dar carpetazo a un asunto del que no quiere hablar ni como rey ni como hijo. Lo que no queda claro es a qué tipo de familia se refiere cuando hace esa alusión: ¿A una familia cualquiera? ¿A la familia es la familia de Vito Corleone cuando le dijo a su hijo: “Nunca digas lo que piensas a alguien fuera de la familia”? ¿A la familia Telerín? No queda claro. Y es lo que pasa con la ambigüedad, que nunca se calcula bien y siempre deja insatisfechos a muchos. Es como cuando quieres ligar y la otra persona está deseando que le preguntes ¿en tu casa o en la mía?, y tú te pasas la noche tomando cubatas y diciendo gilipolleces, y al final duermes solo.  

Mal asunto este y el otro del que no habló. ¡Hombre Felipe VI!, que tenga vuesa majestad a un nutrido grupo de militares tocando arrebato contra la democracia, incluso con número de muertos necesarios para instaurar el fascismo, y usted, capitán general de los ejércitos, no diga nada, da mucho que pensar. Porque  a los españoles, que somos muy refraneros, enseguida se nos viene a la cabeza el de quien calla otorga.  

En fin, debe pensar que como nadie le escucha, ocupados con pelar las cabezas de los langostinos, tiene licencia para decir y no decir lo que le venga en gana, para eso es rey inviolable.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

España ya no es juancarlista

 


Durante años hemos estado escuchando el mismo mantra: "los españoles no son monárquicos, son juancarlistas", una forma muy sutil de despachar cualquier veleidad republicana que pudiera asomar la cabeza. Y era cierto. Durante varias décadas, la figura de Juan Carlos I, no ha tenido fisuras en el aprecio de una gran parte de la sociedad española. Quizá, porque se construyó un relato de heroico hacedor de la democracia y salvador glorioso de esta después. Claro, que para ello se ocultó, durante décadas, cualquier información relativa a la  Casa Real, en un pacto de silencio que debería avergonzar a todos aquellos que claman, cuando les interesa, en favor de la libertad de prensa.

Todo funcionó bien hasta que se cruzaron los elefantes en el camino de la corona y la figura del rey empezó a desdibujarse en el imaginario de la sociedad, mostrándose como un ser mortal, que como todos los mortales tiene un lado luminoso y otro oscuro. Pero el rey no es un mortal cualquiera como usted o como yo, porque no es una persona común, sino que representa a la más alta institución del Estado, nos guste o no. Y si su vida disipada de millonario decimonónico, sus líos de faldas, su matrimonio roto y todo lo que fuimos sabiendo poco a poco empezaron a desvirtuar su figura ante los españoles, hasta el punto de tener que decir lo que a buen seguro no le hizo ninguna gracia: “Perdón me he equivocado, no volverá a ocurrir”, su figura todavía disfrutaba de cierto prestigio, aunque una marejadilla empezaba a agitar la conciencia de muchos juancarlistas, enseñándoles el camino del republicanismo. Lo que obligó a los poderes fácticos del Estado a hacerle dimitir para salvar la monarquía, abdicando en su hijo, actual rey.

Pero los intentos de reflotar un barco con demasiadas vías de agua, se vienen abajo cuando se empieza a conocer la verdad de un personaje, que tendrá que compartir en la historia su papel de rey con el de corrupto. Porque el descubrimiento de sus actividades al margen de la Ley (la corrupción, por muy real que sea, no se puede calificar de otra manera), como gran comisionista internacional, que ha utilizado su papel regio para amasar una gran fortuna (en eso se parece a su abuelo Alfonso XIII), lo que pone en solfa a la monarquía, que ya es incapaz de cerrar las vías de agua, incluso enviándolo al extranjero (que manía tiene esta familia de irse al extranjero a ver si escampa, cada vez que tiene algún problema con la justicia). Y no digamos, después de esa regularización exprés de una parte de sus deudas fiscales, penadas con delito de cárcel, que ha dejado en evidencia al gobierno, a la oposición , a la Agencia Tributaria y a la propia monarquía.

No hay por donde coger el tema. Y si la derecha se ha empeñado, como está haciendo denodadamente,  en secuestrar para sí a la monarquía, como si fuera de ella, al igual que la bandera, el escudo, el himno y España entera, mal augurio tiene el futuro de la Casa Real en España, más todavía, cuando el rey actual guarda un silencio sepulcral y sospechoso de complicidad con la actuación de su padre. 

Pero dicho esto, tampoco tengo claro que la sociedad española sea absolutamente republicana. Sobre todo, cuando la República está siendo acaparada por una parte de la izquierda, como una seña de identidad excluyente de todos los demás. Es decir, para ser republicano tienes que ser de izquierdas, sino eres monárquico. Demasiado determinismo infantil. Porque debemos tener en cuenta una cosa, o varias. Hasta que no haya un partido de derechas republicano, no habrá República en España, a no ser que algunos piensen en una república revolucionaria, que tantos días de gloria dio a la II República española, hasta el punto de sacrificarla en aras de la revolución.

En 1931 se alcanzó la Republica porque se dieron dos circunstancias: una, que la sociedad urbana española estaba hasta el gorro de la Restauración, la Dictadura de Primo de Rivera y de una monarquía que solo defendía a los poderosos, tratando al resto no como ciudadanos, sino como súbditos. Otra, que en ese contexto una parte de la derecha se identificó con la Republica, por las mismas razones expuestas anteriormente. Y quizá, en ambos casos, porque se pensaba que la ética democrática no es compatible con una institución que obtiene cargos y prebendas públicas solo por haber nacido en una cuna real.

Todo esto dista mucho de la sociedad española actual, no dándose ninguna de las dos circunstancias anteriores. Lo que no quita para creer que está en proceso de maduración hacia la República. Pero en ese proceso, algunos se están equivocando, al plantear insistentemente el debate sobre la desaparición de la monarquía, tomando como referencia las fechorías del rey emérito. A este hay que juzgarle sin privilegios, porque a pesar de lo que nos quieren hacer ver, ante la Ley es uno más. Por cierto, no estaría mal que el rey actual renunciara a la inviolabilidad legal en la que se están amparando los monárquicos para proteger al rey emérito de una larga carrera de corrupción.

En las circunstancias actuales de crisis sanitaria y económica aguda, hacer de la caída de la monarquía un asunto de primer orden, es síntoma de una bisoñez política, muy propia de alguna izquierda, que piensa que solo es bueno lo que ellos creen. Además, lo que están provocando es un cierre de filas de la derecha en defensa del rey actual y la corona. Torpeza absoluta, que nos hará retrasar un montón de años el camino hacia una república en la que quepamos todos, los que nos consideramos de izquierda y los que se proclaman de derecha.

La República no es un asunto de derechas e izquierdas, sino de maduración ética y política de la sociedad, pero sí deben estar comprometidas con ella unos y otros. Todo lo demás son brindis al sol, que para lo único que sirven es para enrarecer el debate político y enconar las posturas.

Si España ha dejado de ser juancarlista, no hagamos que se convierta en felipista, y tiro porque me toca, en la casilla de la República nunca caeremos. 

   

 


La vivienda, un derecho olvidado

  Ruido. Demasiado ruido en la política española, que sólo sirve para salvar el culo de algunos dirigentes políticos, que prometieron la lun...