Pincha en la foto para escuchar la saeta
Vigesimoséptimo día de
cuarentena. Viernes Santo. Por fin ha llegado el día que parecía impensable que
pudiera suceder lo que pasa. El Viernes Santo todos en casa. ¿Cuándo se ha
visto esto? Ahora sí que podemos presumir de una Semana Santa de recogimiento y
fervor religioso. ¡Anda que no tenemos tiempo para rezar! Se acabó esa competición,
que todos los años se establecía entre cuánta gente está en la playa tratando
de acaparar todos los rayos del sol posibles en dos día, para luego volver a la
ciudad y presumir de morenos; y cuántos siguiendo el Paso de las procesiones,
unos con fervor nazareno y otros, turistas de un espectáculo que solo se
produce en España, como si fuéramos un parque temático de la Semana Santa.
Los religiosos lo tienen más fácil,
porque al final hay muchas maneras de rendir culto a Jesucristo, y en casa se puede
hacer sin ningún problema. Pero los playeros lo tienen más complicado. No sé si
el trampantojo de subir a la azotea o tirarte en el jardín del adosado en una hamaca,
puede suplir la sensación de pisar la arena y sentir la brisa del mar. Aunque no
parece que el día se haya levantado muy apropiado para el abandono playero. En eso
ganan los nazarenos, este año el tiempo no va a estropear ninguna procesión.
Seguro, que con la imaginación que tenemos los españoles, suplimos los pasos y
las saetas desde los balcones, lo de rezar ya es una cosa más íntima. Además,
el año que viene hará un tiempo maravilloso (Dios aprieta, pero no ahoga), para
que nazarenos y playeros puedan disfrutar a placer la Semana Santa, cada uno en
su sitio.
Lo cierto, es que estamos en un Viernes
Santo raro, encerrados en casa, pendientes de cómo evoluciona el puñetero virus,
temerosos de que no nos toque a alguno de nosotros o de nuestros familiares. Estos días, mucha gente
los organiza para ir a visitar a la familia, cuando esta se encuentra lejana. Ahora
no se puede hacer, ni siquiera ir a ver a quienes tienes a dos manzanas; qué
decir de los que están a muchos kilómetros, y eso sí que da nostalgia, haciendo
que el confinamiento sea un poco más duro, y añoramos poder estar junto a los
padres, hermanos, primos o amigos. Nos damos cuenta de la importancia que
tienen los seres queridos, cuando no podemos verles ni tocarles ni sentir su presencia.
Quizá, en este viernes Santo, esa sea la enseñanza que deberíamos sacar;
incluso habrá quien eche de menos hasta ese “cuñao” que todo lo sabe.
Pero no estamos solos. La fuerza
de nuestro aislamiento es que somos muchos y podemos sentirnos cada tarde cuando
salimos a aplaudir desde el balcón. Sentirnos miembros de una comunidad que ahora
comparte las mismas penas y alegrías, nos da ese ánimo para seguir adelante. Ya
vendrá el tiempo de poder abrazar a quienes queremos, de tostarnos al sol en una
playa o de compartir el fervor religioso cuando un Paso está delante nuestro. Hasta las ocho.
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