viernes, 25 de julio de 2014

EL RUMOR DEL VERANO. Noches de Luna

                                          Imagen: De la película "El viaje a la Luna" de George Méliès
Publicado en Levante de Castellón el 25 de Julio de 2014
Escrito por González de la Cuesta
Hay veranos que nunca se olvidan, que permanecen en la memoria de nuestra retina grabados con el fino cincel que esculpe nuestros recuerdos imperecederos. Muchos de estos veranos pertenecen a nuestra infancia y adolescencia, cuando las imágenes de nuestra vida pasan a ser sentimientos que acaban anidando en los más profundo de nuestro ser. Yo tengo uno que ha perdurado en el tiempo, inamovible, en blanco y negro, no sé si por que en aquellos años del final de mi infancia, la vida en España era demasiado gris, incluso para un preadolescente, o porque el acontecimiento lo viví en la oscuridad de la noche entre imágenes que se difuminaban del negro al blanco, con una voz de fondo lejana que parecía venir del mismísimo espacio sideral. Al igual que a Antonio Muñoz Molina, quizá porque somos de la misma generación, el verano de 1969 es una época de grandes evocaciones, o mejor dicho, de una gran evocación, que a él la dio para escribir otra de sus maravillosas novelas “El viento de la Luna”, que toma como referencia la llegada del Apolo XI al Mar de la Tranquilidad lunar, para narrarnos los sentimientos de un adolescente en la sociedad cerrada y rural del franquismo profundo, y la ensoñación que le produjo ver cómo el astronauta Neil Armstrong hollaba con su bota espacial, por primera vez, el suelo del satélite que tantas fantasías ha provocado en la humanidad.
                Para mí, el alunizaje del módulo lunar Eagle, aquella madrugada del 21 de Julio de 1969,  y las posteriores imágenes de un paisaje desolador y nunca horadado por la acción del Hombre, estuvo marcada por un nerviosa espera delante del televisor, hasta que unos pies, o algo que  parecían eran eso, comenzaron a bajar por una escalera metálica. Las dudas que nos concitaba la mala calidad de las imágenes quedaron disipadas por la magnífica narración de los hechos que nos hizo Jesús Hermida, que nos lo contó todo. Es un recuerdo maravilloso, de fiesta nocturna, desde que mi padre me despertó de madrugada para ver el gran acontecimiento en el pequeño salón de mi casa, con un calor tórrido, como corresponde a las buenas noches veraniegas de Madrid. Allí, sentados frente a un televisor Marconi, que emitía imágenes en blanco y negro de muy mala calidad, pero suficientes, me sentí un privilegiado de la historia al poder presenciar el alunizaje en la pantalla de aquella caja llena de válvulas que colaboraban en aumentar el calor del verano que se respiraba en aquella habitación de mi infancia. Pude sentir el aliento de la historia, de todos aquellos que habían soñado con la Luna, desde que los griegos la hicieron diosa y la llamaron Selene; diosa que se enamoró de la belleza del joven pastor Endimión, mientras este dormía un una cueva, y tras rogarle a Zeus que le concediera el sueño eterno, lo visita todas las noches para la eternidad.
                Los hombres siempre han mirado la Luna con fascinación y respeto. En la Edad Media se pensaba que era un gran espejo en el que se reflejaba nuestro planeta, la tierra en su blancura y los mares en la oscuridad de sus cráteres. Una visión muy teocéntrica, como no podía ser de otra manera en el cristianismo medieval, que no compartía el islam, que veía en la Luna una fuente de inspiración romántica y sensual. Así el poeta andalusí Shakir Wa’el, escribe hacia mediados del siglo XIII, enamorado de una concubina del harem de Mahomed I en Granada: “Con el sigilo de la Luna en el estanque/me sumergí en el silencio de tu amor./No lo denunció el vigía de la noche/pero tú lo percibiste en la oscuridad”. La Luna siempre como evocación de nuestro hedonismo amoroso, incluso en las calurosas noches de El Sueño de Una Noche de Verano de W. Shakespeare, cuando Teseo, deseoso de casarse con Hipólita, se lamenta de las noches que faltan para la nueva Luna: “Bella Hipólita, nuestra hora nupcial/ya se acerca: cuatro días gozosos/traerán otra Luna. Mas ¡ay que despacio/mengua ésta! Demora mis deseos,/semejante a una madrastra o una viuda/que va mermando la herencia de un joven.”

Pero más allá de la ciencia que trata de desvelar sus secretos, del misterio que oculta el rostro que no vemos, la Luna es una revelación de amor, que hacía a “ese toro enamorado de la Luna”, que cantaba Bambino, abandonar cada noche la maná; o al poeta de cuyo nombre no quiero acordarme, derramar sobre su amada el deseo de besarla, incluso al precio de abandonar la Luna que le había acogido en sus largas noches de insomnio: “Bajaré de la luna liviano/en la madrugada de tu sueño,/con un ramo de luz entre las manos,/lo depositaré junto a tu cuerpo/y pondré mi primer beso en tus labios.” Es una fascinación que no deja de sorprendernos, como lo hace todos los años en verano, en esas noches en las que se viste de gala sobre el mar nocturno que baña las doradas playas de Benicasim, redonda y majestuosa; u ocupando la noche que se derrama sobre las finas arenas de las playas del Gurugú y el Pinar en Castellón. Tan grande, que al verla nuestras fantasías sonámbulas y veraniegas se hacen más posibles. Igual que la mente de un niño de un verano de hace 45 años voló por el espacio, al ver que uno de los sueños de la humanidad se hacía realidad, sin importarle si lo que veía era una pura ficción al mejor estilo americano propio de la guerra fría, o estaba viendo como la huella de la bota de un hombre quedaba grabada en el suelo lunar para la posteridad, sin saber que ese acto también rompía el enigma de la Luna como un territorio virgen, vedado a los hombres y mujeres que pueblan la Tierra, pero fecundo en sueños y evocaciones poéticas. La magia de aquel verano sigue habitando en su corazón, porque la Luna para él, siempre será el sueño de una noche de verano.    

sábado, 19 de julio de 2014

EL RUMOR DEL VERANO. Peregrinos hedonistas

                                                                                                        Foto: Rober Solsona
Publicado en Levante de Castellón el 18 de Julio de 2014
A los humanos nos gusta peregrinar, hacer camino al andar, ya sea en cumplimiento de una promesa, o por alcanzar cierta liberación espiritual, o al encuentro con nosotros mismos, perdidos en la vorágine de supervivencia que supone nuestra vida; pero también por la superación de los retos y dificultades que surgen a lo largo del camino de nuestro peregrinaje. Nadie como el gran poeta griego Constantino Kavafis (1863-1933) ha expresado tan bien la importancia del viaje como lo hizo él en su maravilloso poema El Viaje a Ítaca: “Cuando salgas para hacer el viaje a Ítaca/has de pedir que el camino sea largo,/lleno de aventuras, lleno de conocimiento./Has de rogar que sea largo el camino,/que sean muchas las madrugadas,/que entrarás en un puerto que tus ojos ignoraban;/que vayas a ciudades a aprender de los que saben.” Quizá por eso, por la búsqueda de la sabiduría que da el camino, o porque peregrinar es una metáfora de la gran aventura que es la vida, con un objetivo final, alcanzar la  muerte lo más preparados posible, los peregrinajes más famosos del mundo son los más largos, lo que nos ponen a prueba y, si culminan con éxito, producen un gran placer espiritual que compensa las calamidades del camino. Será por eso que las grandes religiones, maestras en la conducción de la humanidad hacia su objetivo de afianzamiento religioso en la conciencia individual y colectiva, tienen sus grandes peregrinajes a lugares sagrados, casi mágicos, que pueden proporcionar la salvación de las almas. El Camino de Santiago es un ejemplo de ello, frecuentado por peregrinos desde la Edad Media, y en la actualidad repleto, sobre todo en verano, de mochileros en busca del fin que cada uno se haya marcado, ya sea este místico o laico. O en el Islam La Peregrinación a la Meca, necesaria para todo musulmán que quiera asegurarse entrar en el Jardín de la Huríes.
                Pero no sólo los vivos hacen peregrinación. También los muertos tienen su comitiva de almas que recorren en Santa Compaña los caminos, sobre todo en la festividad de Todos los Santos o en la Noche de San Juan, en busca de almas que van dejar de serlo para convertirse en ánimas. Santa Compaña de almas en pena que, en Galicia, vaga por los bosques en peregrinaje hasta el santuario San Andrés de Teixido, para cumplir en la muerte, la visita que no ha cumplido en vida. También hay peregrinajes penitentes, que se hacen en al ámbito religioso para cumplir con una tradición, como “Los Peregrinos de les Useres”, que partiendo de esta localidad castellonense el último viernes de Abril, recorren treinta y cinco kilómetros por caminos de montaña hasta llegar a Sant Joan de Penyagolosa, otro lugar mágico y sagrado. Peregrinajes que transitan al borde de la muerte en busca de la inmortalidad como el que realizan los chinos al santuario taoísta de la montaña sagrada de Huashan, por un camino de máxima dificultad y peligro, que en muchos tramos transita por tablones de madera colgados en la pared vertical de la montaña.
                Todos estos peregrinajes con carácter religioso y espiritual han ido transformándose a lo largo del siglo XX en rutas de atracción turística, salvo el de la Santa Compaña, que más vale no tengamos que hacerlo, en donde conviven antiguas tradiciones y creencias de muchos peregrinos con motivaciones más laicas como pueden ser la aventura, la superación ante el esfuerzo o la atracción meramente lúdica. Peregrinajes antiguos a los que hay que añadir nuevas peregrinaciones, en las que el motivo religioso está totalmente ausente, y en las que es más importante el placer que produce estar en el lugar de destino, de alguna manera también sagrado, que la superación personal que supone alcanzarlo. La mayoría de estos peregrinajes se producen en verano, y muchos asociados a eventos deportivos, esa nueva religión que se ha extendido por el planeta, con sus ídolos de poner y quitar, que duran el tiempo que producen beneficios a la máquina insaciable del mercado. Pero también, en verano, se producen los peregrinajes musicales. Los festivales, en donde la música y sus intérpretes se convierten en un ritual sagrado que atrae a miles de jóvenes, principalmente, en busca de la identificación gregaria y el placer compartido, a través de ritmos y canciones que son una nueva liturgia para la juventud.
                Así, impenitentemente, todos los años, desde hace veinte, Benicasim se llena de peregrinos veinteañeros, que recorren, muchos de ellos, miles de kilómetros, no andando, sino en medios de transporta modernos, para vivir la experiencia mística del encuentro con su música favorita, la que les da sentido de pertenencia a algo que pueden compartir con muchos otros como ellos. El FIB es el ritual anual del verano en Benicasim, el lugar donde acuden miles de peregrinos en busca, también, de sí mismos, al igual que lo hacen los peregrinos religiosos de otras latitudes. Es un peregrinaje hedonista, de noches sin fin al ritmo de una música que engrasa sus sentidos disponiéndoles para el placer, y días cortos de cuerpos bañados al Sol mediterráneo del verano, que es un bálsamo para masticar entre cabezada y cabezada sobre la arena de la playa y entre chapuzón y chapuzón sobre las olas tibias del mar, esas resacas juveniles de recorrido corto, que les harán resurgir, cual Ave Fenix, para otra noche de baile, quién sabe si sexo y frenesí colectivo.

                Las calles de Benicasim no se llenan de penitentes, ni de ánimas en busca de su liberación terrenal, ni de peregrinos al encuentro de la parte que han perdido por el camino de sus vidas. Están repletas de jóvenes que suben y bajan en un peregrinaje diario hacia el templo de la música, esa nueva religión que da sentido a sus vidas. Jóvenes, sin embargo, que tienen en común con aquellos otros peregrinos, el anhelo de visitar el lugar sagrado de sus creencias, al menos una vez en su vida. El FIB es la nueva Plaza del Obradoiro, la Meca de una juventud, que también busca un lugar en la tierra y una promesa de ensoñación, no sé si divina o humana, que quedará grabada en su mentes de por vida. Todos, en definitiva, somos peregrinos de nuestros propios deseos de salvación y pertenencia a un grupo, ya sea esto mediante la oración, la contemplación, la música o el éxtasis colectivo. Porque el FIB, más allá de otras consideraciones terrenales, es un rumor de liberación que todos los veranos convierte Benicasim en el santuario de peregrinaje de miles de jóvenes en busca de la felicidad, aunque esta sea sólo por unos días. 

miércoles, 16 de julio de 2014

Babas de Caracol


Escrito por González de la Cuesta

Lo único que se me ocurre decir de la novela “Babas de Caracol” es que es una gran novela; una obra de madurez literaria de la escritora valenciana María García-Lliberós, que nos retrotrae a esa gran literatura de novelas que se construyen en torno a la vida de un personaje, como puede ser Onofre Bouvila en la “Ciudad de los Prodigios” de Eduardo Mendoza, o la princesa Selma, maravilloso personaje femenino de la novela “De parte de la princesa muerta”, de la escritora Kenizé Mourad, entre otros. Porque “Babas de Caracol” narra la vida de Berta Astomi Ferrán, una mujer de armas tomar, que transita con su existencia a lo largo del siglo XX, en la que la autora focaliza las miserias de la alta burguesía valenciana durante casi cien años de grandes e importantes cambios sociales. Berta Astomi, una muchacha criada entre los algodones de una familia terrateniente, con grandes extensiones agrarias cercanas a Valencia, ve cómo su carácter alegre y abierto de la juventud se va agriando por la ruptura de un amor equivocado, las presiones de una sociedad muy cerrada sobre sí mismo, y por una familia opresiva, gobernada por un padre demasiado autoritario, hasta convertirse en un mujer huidiza del mundo, con una sola obsesión: cumplir una venganza, para que su nombre quede limpio entre sus descendencia, para la posteridad.
                Este es el hilo argumental de una novela que está perfectamente trazada en sus tempos narrativos, yendo y viniendo del pasado a la actualidad, con una discreción que, a veces, se hace imperceptible. No significa esto que no sepamos en qué momento se encuentra la narración, sino que el fundido que nos traslada de la época pasada a la actual se hace con suma delicadeza. De tal manera que el otro personaje principal, Pedro Ribera, afamado escritor sobre el que recae el encargo de Berta de ajustar cuentas con su pasado a través de la literatura, se mueve con absoluta libertad entre su vida, en plena reconstrucción emocional, y la de Berta Astomi, mediante el proceso de escritura de una novela, que acabará liberando a ambos personajes, Pedro en el presenta y Berta en el pasado, de sus fantasmas.

                 En síntesis, “Babas de Caracol” es una novela imprescindible para cualquier amante de la literatura, con unos personajes, principales y secundarios, muy bien construidos, que retratan perfectamente la mentalidad de una época, y las grandezas y miserias de los humanos, plagadas de emociones, odios, amores, virtudes y venganzas, impecablemente escrita y narrada. Una obra con la que podemos decir, que María García-Lliberós ha alcanzado la madurez literaria y narrativa. Encontrarse con una novela así, en una época de tantas banalidades convertidas en libro, es una suerte y una esperanza, que nos deja entrever que más allá de la mercantilización de la escritura, se sigue haciendo muy buena literatura.   

viernes, 11 de julio de 2014

EL RUMOR DEL VERANO. Música Sacra en el Desierto de las Palmas

                                                                                                  Foto: Autor desconocido
Artículo publicado en Levante de Castellón el 11 de Julio de 2014

Escrito por González de la Cuesta

Hay un rumor que baja por la falda de la montaña que asoma sus cretas al mar, como si fueran un faro pétreo que guía a los marinos que se acercan a la costa, indicándoles cuál es el camino de una belleza natural tan sobrecogedora, que algunos primeros aventureros llegaron a enloquecer ante su visión. Es un rumor que nace donde el aire sofocante del verano se mezcla con el canto de las cigarras, que saludan con su música constante, minimalista, las horas caniculares del día, plácidamente acomodadas en las copas de esa mágico bosque de pinos, alcornocales, palmitos y carrascales, que trepa por las laderas del Desierto de las Palmas. Las cigarras son el rumor del verano en el bosque mediterráneo, tan cerca, pero tan lejos del aire de fiesta que se respira en una costa que lame con su brisa de sales marinas y playas de fina arena, salpicadas por la espuma de las olas, el regazo de la montaña, que se alza como un gigante de quietud hacia un cielo de pálidas brumas matinales y azules atravesados por los destellos solares del estío en la tarde, cuando la luz se torna huidiza y los montes se tiznan de reflejos crepusculares, que preceden a una calma absoluta en el bosque, como si la fauna que los habita se quedara muda, extasiada por una belleza, que a fuer de verla todos los días, no pierde ni un ápice de su hermosura.
                Es el otro verano que trepa por cañones y vaguadas hasta las crestas del Desierto de las Palmas, instalándose en su seno, para poder contemplar la inmensa belleza de una costa que se vuelve mansa al verse reflejada en el espejo de un mar plateado por la brillante luz del Sol matutino. Del Desierto de las Palmas, lugar de soledades y abandono espiritual, en el que a principios del siglo XVIII se instaló la Orden de los Carmelitas, al ser considerado como un lugar de retiro y oración, de ahí su nombre de desierto, nos baja en el mes de Julio otro rumor, el de la música convertida en exaltación religiosa y placer espiritual. Porque es la música sacra la que marca el verano en este Desierto de retiro; una música escrita para la mayor gloria de la Iglesia y sus preceptos religiosos, pero también para el goce de los sentidos y el recogimiento espiritual.
                Cuando en 1888, Gabriel Fauré, estrenaba en la Iglesia de la Madeleine, su Requiem, no sólo estaba mostrando al mundo una obra musical de singular belleza, estaba recogiendo una tradición que se remonta en la Europa cristiana a la baja Edad Media, cuando en los monasterios se empezó a orar cantando, con una música que interpretaban los monjes a capella, como forma de exaltación a Dios y, por qué no decirlo, porque así era más fácil que los frailes no se distrajeran en las oraciones colectivas del cenobio que, por cierto, no eran pocas a lo largo del día. Desde el Veni Creator, que cantaban en el siglo IX los monjes del Monasterio de Silos, la música sacra se convierte en un instrumento de propaganda cristiana y creación artística de la que no se han podido sustraer los grandes músicos de la historia. Así, Luis de Vitoria escribe en el siglo XVI una preciosa obra, el Magnigicat Primi Toni, antes que J. Sebastian Bach, a lo largo del siglo XVIII, elevara la música hasta las puertas de la divinidad con obras como sus Cantatas Sacras, o Dvorák, al filo del siglo XX, con su Requiem, mantuviera el espíritu de la música sacra, como un sentimiento que sale del alma en busca de espiritualidad. Por citar algunas de las decenas de composiciones musicales que se han escrito en clave de música sacra, ya fuera por encargo, ya fuera por devoción.
                El verano no es sólo ruptura de los hábitos de vida, dilatación de cuerpos, desidia ante la vida cotidiana y sensualidad desbordante. Es, también, tiempo de reflexión devenido por los días largos al pairo de no hacer nada provechoso, de lo que entendemos como provechoso en una sociedad en exceso materialista. Tiempo de relajación mental y tranquilidad de espíritu, lejos del bullicio de las ciudades o el estrés, ya sea sesteando debajo de un pino sin más pretensión que ver pasar la tarde, o respirando el aire salino del mar desde la arena de la playa, o fundiéndonos con la naturaleza indómita de la montaña. Es tiempo de lecturas siempre aplazadas y de espiritualidad que suaviza el alma y ordena las ideas. Y es en verano cuando desde el Desierto de las Palmas baja el rumor de la música, cargada de acordes de sentimiento sacro, y se extiende por toda la Plana que separa las montañas del mar, brindándonos la suerte de poder dejarnos llevar por una música que, primero invade de sentimiento nuestro espíritu, y después nos eleva por encima de nosotros mismos hacia la divinidad. No se trata de fe, ni de creencia religiosa, que eso es patrimonio de cada uno. Se trata de dejarnos llevar por la belleza armónica que sintieron unos pocos elegidos que sí creyeron que su música podía rozar la magnificencia de Dios.

                Este verano, en la Iglesia del Convento de los Padres Carmelitas, en el Desierto de las Palmas de Benicasim, como otros tantos desde hace quince, volverá a sonar la belleza surgida del alma de los hombres, para solaz de nuestro espíritu. Allí, en el retiro de la Soledad Sonora del XV Ciclo de Música Sacra, el verano se convertirá en un bálsamo de tranquilidad, para aquellos que quieran olvidarse, por unos momentos, del mundanal ruido, y respirar el aire puro que la música sacra va a insuflar en sus pulmones. 

sábado, 5 de julio de 2014

EL RUMOR DEL VERANO. La incertidumbre de la pubertad.

                                                                                                Imagen: Joaquín Sorolla
Publicado en Levante de Castellón el 4 de Julio de 2014
Escrito por González de la Cuesta
El verano apunta, clarea tímidamente en el horizonte, pero sin llegar a asentarse con esa canícula infernal, que otros años, por estas fechas de Julio recién nacido, agosta los campos, abrasa la arena de la playa y dilata nuestros cuerpos sofocados por días y noches de calor imposible. Amaga, pero no golpea todavía. Amenaza inocentemente, como si estuviera en una pubertad inconsciente de días iniciáticos en los que debe demostrar que es capaz de sobrevivir a sí mismos, entre soles que se estrellan contra la superficie lisa del mar, y vientos que soplan de levante.
                Es este, por tanto, un verano púber, como lo fueron otros veranos, para adolescentes que encontraron en la orilla de un mar que iba a morir en olas espumosas, sobre las cálidas arenas de una playa tostada por un Sol estival, el camino que les conducía de la infancia hacia una adolescencia sobresaltada de hormonas. Veranos que supusieron una ruptura de la placidez infantil, para adentrarse en la oscuridad cargada de dudas e incertidumbres de la pubertad, que convertía en mozos a niños, que entraron en el estío ahítos de sueños infantiles y salieron abrumados por las nuevas sensaciones que habían experimentado durante días de Sol y pereza, de nuevos encuentros y amores tan breves como intensos, que les enseñó a beberse la vida a sorbos de deseo, decepciones y ganas de vivir y morir de desamor.
                Es en verano cuando un niño de diez años, protagonista de la novela de Erri de Luca: “Los peces no cierran los ojos”, encuentra en una playa cercana a Nápoles, un nuevo camino que le alejará de la infancia, en el que transitan la crueldad postinfantil de sus colegas veraniegos, el amor puro por una niña de la que se enamora perdidamente sin saberlo, y la certeza de que la vida es un aprendizaje constante, que no tiene vuelta atrás. En la playa, junto a su madre, y el recuerdo nostálgico de su padre, que se marchó a Nueva York en busca de una vida mejor, vivirá la experiencia del primer beso, ese beso que supone una ruptura con los besos maternales que hasta ese momento había recibido, y le enseña que el amor es un sarpullido que invade todo el cuerpo, que ni siquiera su madre puede aliviar. Pero también que la vida es una lucha por la supervivencia, a la que tiene que enfrentarse sin miedo, como le enseñará el pescador con el que traba amistad. Una vez más el verano, con sus días largos y sus noches de ensoñaciones, hace de maestro de ceremonias en la puesta de largo del fin de la infancia y el principio de la pubertad.
                En un final de verano de postguerra en España, Dani el Mochuelo, se da cuenta que su infancia a muerto, y los recuerdos de esos años felices le afloran en una noche de insomnio, antes de partir para seguir sus estudios en la ciudad. Así nos lo cuenta Miguel Delibes en su novela “El Camino”, en la que una galería de personajes y situaciones pasan por la cabeza de Daniel, inundando su desvelo, por la incertidumbre de su nueva vida, que va a cambiar, a sus once años, para siempre.
                En otro verano de 1953, la adolescencia se muestra en todo su esplendor en el Hotel Voramar de Benicasim, mientras Berlanga rueda su película “Novio a la vista”, con el hotel de fondo, como escenario. Una joven bellísima, con toda la carnalidad del fin de la pubertad, muestra sus encantos en la playa, perturbando las mentes de los hombres del régimen que veranean y merodean por el hotel, y de Manuel, el muchacho protagonista de la novela de Manuel Vicent: “León de ojos verdes”, que quiere ser escritor, y sucumbe platónicamente al deseo que le produce esa chica llamada Brigitte. Junto a un mar embebido por la placidez veraniega, la muchacha se pasea en bikini, el primer bikini visto en España, hasta que la moral de la época, que mira de reojo no exento de lujuria, antes de escandalizarse, envía una pareja de la Guardia Civil para que le hagan saber a la niña Brigitte, de apellido Bardot, que se tape las partes pudendas de su cuerpo, que estamos en la España de Franco, para desazón de Manuel y sus fantasías oníricas, que pensaba plasmar en papel. Un Manuel que está a punto de pasar la frontera de la adolescencia y vive esa verano como una libación de juventud, con un viaje iniciático incluido a las Islas Columbretes, en busca de un tesoro que yace en el fondo del mar, de la mano de un coronel del ejército, que no es más ni menos, que el viaje de un adolescente por las cálidas, a la ida, y bravías, a la vuelta, aguas mediterráneas en busca de sí mismo.

                Es el verano junto al mar el que ha llevado a muchos infantes a vivir experiencias que han cambiado sus vidas, y se recuerdan siempre. Mismamente, mi primer contacto con el mar fue en la playa del Gurugú de Castellón. Tenía yo entonces entre ocho y nueve años, no recuerdo exactamente, y venía del secano veraniego de un Madrid, por aquella época de 1966 ó 1967, aburrido, en donde las tardes las vivía enjauladas en el piso, hasta que mi madre, pasado el calor canicular, sobre las siete y media de la tarde (hay que tener en cuenta que en esos años la hora no se cambiaba en verano) me dejaba salir a la calle a jugar. Vinimos toda la familia a la Residencia de Sindicato de Transportes, sita en el Grao de Castellón (mi padre, taxista, consiguió turno mediante el amigo de un amigo, que era comisario de policía y tenía un amigo en la Falange). Aquellas vacaciones inundadas de aromas salinos y brisas al atardecer que traían saludos de Júpiter desde las profundidades del mar, fueron una explosión de libertad absoluta. Con madrugones para bañarnos al amanecer en la playa, a la que llegábamos atravesando un cañaveral que separaba la residencia del paseo marítimo, vigente hasta hace pocos años. Una experiencia de olores y sabores (nunca olvidaré la primera vez que comí calamares en su tinta con arroz, con ese sabor tan genuino de mar profundo, sacado a flote por un arroz que bailaba en el plato de lo suelto que estaba) y una luz blanca, oceánica, que se perdía en la raya del horizonte, donde el cielo y el mar se juntaban en una lejanía de misterio que provocaba la imaginación despierta de un niño. Un verano de cuerpos tostados por el Sol y rebozados de fina arena de la playa, que cambió mi vida, de tal manera, que cuando el destino me llevó a tener que cambiar de ciudad, e irme a vivir a otro lugar, no lo dudé, elegí Castellón, porque en el fondo de mi memoria aquel verano de mi infancia quedó para siempre guardado, como un recuerdo de libertad, con el Sol y el mar Mediterráneo de fondo.

La peligrosa huída hacia adelante de Israel y EEUU

  Netanyahu, EEUU y algún que otro país occidental demasiado implicado en su apoyo a Israel, haga lo que haga, sólo tienen una salida al con...