Hoy, primer día del Estado de
Alarma, veo la vida desde mi ventana. Todo está igual, pero todo parece distinto.
El paisaje sigue siendo imperturbable con sus edificios y el gran campo, que se
extiende a lo lejos con sus palmeras, cipreses y el recuerdo de lo que hace
años fueron huertos de naranjos; la calle, los coches aparcados y los árboles que
la flanquean. Nada ha cambiado a simple vista. Sin embargo, el recuerdo de
aquella famosa bomba de neutrones, de la que se habló tanto hace años, me asalta.
Es como si en algún lugar desconocido hubiera explosionado y todo vestigio de
vida desaparecido de la faz de la tierra, quedando solo en pie nuestra obra.
Miro la calle y me parece estar
en una realidad virtual, en un Matrix que se ha revelado sin previo aviso, para
decirnos que, a pesar de lo que podamos creer, todo es mentira, que en realidad
no existimos, sino que somos una construcción logarítmica, que nos da la
apariencia de lo que queremos ser.
Con las calles carentes de vida,
desde mi ventana siento un vacío, una especie de temor a lo desconocido, una ausencia
que me deja ensimismado, por otro lado, en la poética de la nada, en ese silencio
perturbador al que no estamos acostumbrados, que nos fascina y nos aterra a la
vez, igual que los cuentos de H.P. Lovecraft, aquellos Mitos de Cthulhu, en los
que sentimos el miedo atávico a lo ignoto,
pero que no podíamos dejar de leer.
Confinados en casa, perdidos entre
los rincones del paisaje más reconocible que habitamos, de repente descubrimos
que no estamos solos. En la calle vacía, carente de vida, empiezan a sonar
aplausos, sonidos reconocibles, incluso música. Los balcones se llenan de gente
y una enorme algarabía se levanta sobre el silencio. Entonces comprendo, que la
aislamiento no deja de ser una construcción mental, que seguimos estando todos
ahí, a pesar de que un virus nos esté bajando los humos de sociedad opulenta e
individualizada. Hay esperanza desde mi ventana.
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