Vengo
pensando, en esta segunda anotación de tiempos de pandemia, que el miedo es libre, a pesar de que en muchas
ocasiones sea inoculado. Pero es libre. Por eso podemos entender, que ante una situación
excepcional, la gente adopte comportamientos inexplicables, que nada tienen que
ver con la etiqueta que habitualmente llevamos puesta a la espalda de seres
racionales.
El miedo tiene dos efectos en nuestro comportamiento:
nos puede hacer cobardes o precavidos. No es posible las dos cosas a la vez,
porque solo un cobarde atemorizado se comporta de manera irracional y agota las
existencias en los supermercados, sin pensar si hay desabastecimiento o no. El
cobarde, por naturaleza es egoísta, incapaz de pensar en el bien común, y al
final, en una situación como la actual, en la que solo nos piden ser
precavidos, nos quedamos sin papel higiénico en el supermercado, por aplicar una
metáfora a la situación de desabastecimiento que estamos viendo estos días a
media mañana, sin motivo alguno que la justifique.
El
precavido, sin embargo, tratará de estar alerta, pero nunca provocará
situaciones de riesgo innecesarias. Sabe comportarse como un ser social y pensar
que el bienestar de la colectividad es también el suyo. Afortunadamente, creo,
que la mayoría de nuestros semejantes está en esta categoría, aunque yo soy,
por naturaleza, un poco optimista.
Por último,
estos días está aflorando una especie, que en raras ocasiones saca la cabeza
más allá de algunos comportamientos individuales, porque realmente, estos no
tienen justificación, ya que no se mueven por motivos exógenos, como pueden ser
los del cobarde. Me estoy refiriendo a la estupidez, esa manera de comportarse
como si no pasara nunca nada; que todo es muy relativo y que por tanto puedo
hacer lo que me venga en gana. Es el género de la inconsciencia que piensa que las
cosas pueden pasarles a otros, nunca a ellos. Y, por supuesto, ellos jamás son culpables de
nada, salvo de su propia estupidez. Ni siquiera son egoístas, simplemente, su
cabeza está tan abotargada de majadería que no da para más. Así, vemos como la
costa, sobre todo la mediterránea, se está llenando de turistas del
coronavirus, esos que se han pensado que el gobierno nos ha dado por la gracia
de Dios o de Pedro Sánchez, unas vacaciones sin fecha de término. Ni siquiera
son capaces de entender el concepto “quedarse en casa”; en realidad su casa también
es la de la playa. Pero no es suya la decisión de no propagar una epidemia,
porque sus entendederas no dan para tanto.
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