Hace
unos meses vi por fin la serie Chernobyl y hoy, que se cumplen 35 años de
aquella catástrofe medioambiental provocada por un régimen totalitario al que
solo le importaba avanzar hacia la nada, sin medir los costes humanos, sociales
o medioambientales, me he acordado de ella.
Porque en Chernobyl se conjugaron todos estos
costes, que pagó una sociedad abducida por un poder sustentado sobre los cimientos del miedo
y la mentira. El sinsentido de creer, porque no existía en la sociedad soviética
del momento otra posibilidad, los dictados del poder, hasta el convencimiento
de que no era posible que los dirigentes que todo lo controlaban, fueran
capaces de equivocarse hasta llegar a ser cómplices de la muerte de muchos que
creían ciegamente en ellos.
La serie
Chernobyl nos plantea una reflexión, no sobre la potencial peligrosidad de la
energía nuclear, algo que cualquier espectador ya conoce, sino sobre la
capacidad de resiliencia que tenemos los humanos para zafarnos mentalmente de
un poder que controla nuestra vida en todos sus aspectos, mediante la
ocultación de nuestras emociones, nuestros sentimientos y la verdad ineludible
que marca saber que las cosas no tienen por que ser así.
Es en
ese mirar hacia otro lado de la población donde se sostiene el poder autoritario,
creando una falsa imagen de la realidad, muy alejada de lo que sucede realmente
a nuestro alrededor. Un poder al que en la actualidad ya no le hace falta usar
de manera indiscriminada la represión, porque es capaz de someternos, gracias a
mensajes torticeros que solo tienen la intención de alagar nuestros oídos y de mentiras
construidas metódicamente como si nuestra vida fuera un algoritmo que se puede manipular
cuando lo deseen.
Lo más
triste, es que cuando ya la Unión Soviética es solo materia de estudio en los libros
de historia, un totalitarismo de seda y astucia se ha instalado en nuestra
sociedad, cuando creíamos que estábamos vacunados contra él, no por una razón
de componente ideológico, sino porque hemos decidido vivir con la cabeza metida
en un agujero, para que nada perturbe nuestra autocomplacencia de sociedad acomodada.
Y es que, al final, George Orwell y Ray Bradbury tenían razón cuando nos
advirtieron en sus obras distópicas: 1984 y Fahrenheit 451, que
el totalitarismo solo tiene una cara, que a veces lleva la careta del comunismo
totalitario y a veces la del fascismo, pero siempre es la misma cosa, se llame
como se llame.
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