En esta sociedad distópica que se
está configurando como fin de la pandemia, las ideologías no tienen cabida, por
lo menos todas menos una: la que está imponiendo su credo gracias al control de
una sociedad cada vez más anestesiada, que ha cambiado su rol de ciudadanos con
derechos por el de consumidores abducidos por la necesidad de poseer y gastar al
son que marcan las grandes corporaciones empresariales, apoyadas en gobiernos que,
siento decirlo, se han convertido en títeres de los intereses de estas.
En una distopía, lo primero que
se piensa es erradicar las ideologías, porque de esta manera nadie cuestionará
el poder, las desigualdades, la pobreza, la destrucción del medio ambiente y el
abismo que se abre entre una minoría de ricos y el resto de la sociedad. Ya lo
apuntó Francis Fukuyama en 1992, cuando se desmoronó el comunismo soviético y,
según él, la única alternativa que quedaba era la democracia liberal capitalista,
obviando todo el abanico de ideologías que resurgían, después de haber estado silenciadas
por el enfrentamiento capitalismo/comunismo que marcó la guerra fría desde del fin
de la Segunda Guerra Mundial.
Este simplismo de reducir el pensamiento
político a dos ideologías no es inocuo, está en la raíz del pensamiento
neoliberal impuesto en el mundo desde finales de los años 70, cuando líderes políticos
de la derecha más conservadora irrumpieron, principalmente , en el mundo anglosajón,
personalizados en Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Una doctrina política, que
nos ha llevado al capitalismo salvaje que se impone en la actualidad, eliminando
por el camino, no solo el comunismo, sino también el estado de bienestar, los
sindicatos, el asociacionismo civil político y todo aquello que se pusiera por
delante de la desregulación de las normas y leyes, para poder acumular riqueza
y hacernos creer, gracias a unos medios de comunicación cada vez más
controlados por el dinero y los poseedores de este, que todo está acabado y que
la única redención de la humanidad es entregarse al neoliberalismo salvaje sin cuestionarse
otra cosa que no sea como consumir más, cobrar menos y endeudarse hasta la
esclavitud financiera.
Este escenario, que es el que vamos
a heredar en la salida de la pandemia, tiene todavía grandes debilidades, a
pesar de intentar colarnos como irremediables a personajes como Donald Trump o
Isabel Díaz Ayuso, y toda la cohorte de negacionista de todo lo que no sea el triunfo,
sin piedad, del autoritarismo, el capitalismo salvaje y la reducción de la sociedad
a peones de brega de los intereses del poder capitalista actual. Ahí están, en
sus diferentes modalidades, vestidos de búfalo o con traje y corbata o conjuntos
de Chanel, el nuevo fascismo, que sigue
siendo tan viejo como el ya conocido, en el llamado mundo occidental.
Pero es cierto que las ideologías
contrarias a este fascismo de guante blanco, que utiliza la democracia para el triunfo
de sus intereses, siguen estando ahí y se van abriendo camino en la sociedad,
asomando la cabeza de vez en cuando e imponiéndose en territorios donde las ideologías
no han muerto del todo. Aunque, sin embargo, no están exentas de caer en la
desgana política, que tanto beneficia al poder neoliberal.
Decía más arriba, que reside en la
destrucción del estado del bienestar el principio ejecutor más nítido del avance
del liberalismo fascistoide, que trata de imponerse en el camino hacia la
sociedad distópica. Pero hay todavía, afortunadamente, mecanismos pacíficos y democráticos
que pueden impedir ese avance. Se ha revertido la situación en EEUU, cuando la
movilización de la ciudadanía ha conseguido frenar el ascenso desbocado del
fascismo trumpista, y lo puede conseguir Madrid, haciendo que la imagen de ese totalitarismo
a lo Donald Trump que representa Isabel Díaz Ayuso, no se abra camino en las próximas
elecciones.
No tiene sentido que la comunidad
autónoma más rica de España tenga todo los indicadores sociales bajo mínimos,
desde un punto de vista democrático y de bienestar, y vaya a triunfar en las próximas
elecciones una candidata que solo ha sabido hacer bien una cosa: gobernar para
que los ricos sean más ricos y los pobres más pobres. Una Comunidad que tiene
los peores niveles de gasto público, de desigualdad, de contaminación, de pérdida
de libertad (entendida esta como la capacidad de decidir sin que la situación
vital esté encadenada a la subsistencia). Que durante años se ha dedicado a
desmantelar los servicios públicos: sanidad, educación, dependencia, atención a
mayores, etc., todo en beneficio de la privatización de lo público. Y a mayores
de la mano de la extrema derecha, ya sea bien fagocitándola o bien pactando con
ella. Por no hablar de la desastrosa gestión de la pandemia, que está dejando
un reguero de muertos y afectados por el camino.
Isabel Diaz Ayuso representa lo más
parecido al hombre de los cuernos de búfalo que asaltó el Capitolio en Estados
Unidos. Y no está sola. Detrás de ella o empujándole a ella, está el poder más ideologizado
que ha existido en España en los últimos años. Un poder que ha encontrado en el
simplismo de la candidata del Partido Popular la horma para imponer sus
intereses sobre todos los madrileños y, si es posible, preparare el asalto al
gobierno del Estado, que perdieron ahítos de corromper al partido que durante
años se dedicó en cuerpo y alma a desmantelar el estado de bienestar en España.
No tendría sentido, si el mal de
la desideologización en Madrid ya no fuera reversible y los que más tienen que perder
se hagan el harakiri en estas elecciones. Pero todo es posible cuando nos
empeñamos en creer que Fukuyama tenía razón, aunque no hayamos oído hablar de él
en la vida. Ahora más que nunca los madrileños pueden elegir entre distopía o
democracia que les lleve, nos lleve, pasito a pasito hacia la utopía, pasando
por una mejora, más tangible, de sus condiciones de vida, simplemente distribuyendo
mejor la riqueza.
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