jueves, 16 de abril de 2020

Trigésimo tercer día de cuarentena. Deslocalizados


Trigésimo tercer día de cuarentena. Deslocalizados. El virus ha deslocalizado a la sociedad española. No porque no se sepa dónde estamos, que ahora es fácil encontrarnos. Sino por la sensación que empezamos a tener de no saber cuál es nuestro lugar en lo que está por venir. Hemos perdido las referencias que nos asían a un espacio, no tanto geográfico, como temporal y posicional. La gran pregunta, que ya muchos nos estamos haciendo es ¿qué va a ser de nosotros y el mundo que conocíamos? Metafísica pura. Es como preguntarnos qué lugar ocupamos en el universo o qué hacemos aquí, con una pequeña diferencia, el futuro no es el cosmos, que se escapa a nuestro conocimiento. Podemos intervenir en él, siempre que nos lo propongamos y dejemos de ser culo de sofá, para convertirnos en sans-culottes en marcha, para que no nos vuelva a pillar el toro de la lógica económica embistiendo contra todo.
Confinados en casa, vemos que el coronavirus, en contra de lo que nos dicen, si sabe de clases sociales (perdonen que utilice un término ya en desuso por la corrección política, pero es que no encuentro otro mejor). No se pasa el confinamiento igual el La Moraleja, que en el ensanche barcelonés, que en el barrio de Orcasitas de Madrid, o en las Mil Viviendas de Sevilla. Esta diferencia es una de las deslocalizaciones más lacerantes que ahora estamos viviendo: el desigual reparto de la riqueza que nos ha traído tanto neoliberalismo unido en lo universal. Para que se me entienda: tanto neoliberalismo globalizador.
Por eso, ahora nos damos cuenta de que nuestra economía se ha deslocalizado tanto, que no tenemos tejido productivo para hacer frente a una cosa tan simple como fabricar mascarillas y hemos de estar mendigando en medio mundo a ver si conseguimos un avión, con material no defectuoso, pagado a precio de oro.
Haber convertido a China y cualquier país del  mundo que permitiera al capital producir barato, es decir, explotando a los trabajadores, en la fábrica de occidente, no es una decisión inocua, sin consecuencias. Porque, no solo ha lapidado nuestra capacidad industrial y convertido en un parque temático del turismo (aquí me refiero a España), es que, en una grave crisis sanitaria como esta, está avocando a miles de trabajadores y trabajadoras al desempleo. Sin industria, con el turismo borrado del mapa y los servicios cada vez más tecnificados y precarizados, qué nos queda. Nada. Estar tan deslocalizados como la economía de nuestro país. Y todo en beneficio de unos pocos, que consideran como daño colateral de la globalización, que la gran mayoría de la población sienta el presente y el futuro como una amenaza para su bienestar.
Aplaudimos todos los días, para dar ánimos a quienes están padeciendo esta pandemia más de cerca. Es un gesto que nos sitúa en el mapa de la solidaridad y la empatía. Parece tonto, pero también es una presión insoportable para el poder, que les ha impelido a tener que mover el culo para solucionar las graves carencias que ha mostrado nuestro sistema sanitario y productivo. No lo olvidemos, nuestro aplauso es un arma cargada de futuro, como nos dijo Gabriel Celaya que era la poesía.

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