martes, 21 de abril de 2020

Trigésimo octavo día de cuarentena. Besos

Trigésimo octavo día de cuarentena. Besos. ¿Quién no se acuerda de esos besos de las tías, cuando hacía tiempo que no te veían, y te cogían de la cara con las manos mientras te daban un sonoro beso en la oreja, que resonaba en el interior de tu cabeza como una bomba de trompetas, que estallaran todas de golpe? Hoy, afortunadamente, no serían posible.
Enhorabuena a los infantes, que se libran de una sordera pasajera, breve pero intensa.
Esos besos son una expresión exagerada de lo que nos gusta besar a los españoles, que no concebimos la relación con nuestros semejantes sin el visto bueno de los labios. Porque los besos sonoros de tías; desesperados de abuelas, que parece que siempre te están dando el último beso; besos apasionados entre amantes, como los de las películas de antes, de tornillo sin abrir la boca (los que vemos ahora en el cine, más que besos parecen comidas de morro y no entran en este escrito. Tampoco entran los castos besos de las películas españolas de la dictadura, que eran en la barbilla, huyendo de los labios como si el COVID-19 anidara entre sus comisuras); besos de tu madre, que no cambian ni aunque pasen treinta años; besos de hijos al llegar a casa, que si no se dan parece que ha entrado la mitad de ellos; besos formales, de presentación, que son como un chequeo que dice cómo puede ser la otra persona por el olor y el contacto con su piel; besos pijos, de esos que son ¡mua, mua!, rozando solo los carrillos; besos de bares, imprescindibles para sentirnos acogidos por nuestros amigos; besos de oficina, formales y, a veces, no exentos de una cierta exploración erótica; besos en los morros, que son un te quiero, besos de Judas; besos de tristes de despedida,  son toda una panoplia de besos, que configuran nuestra vida, que la hacen más dulce y cercana. Porque cuando dos personas se besan, están abriendo su burbuja de seguridad, en un acto de confianza máxima.
Si para nosotros el beso no fuera una parte de nuestra alma, de nuestro alimento vital, seríamos otro país, que nunca entendería que en el beso encontramos un elixir de vida, de amor. Nunca había existido la copla, como seña de identidad nacional, y la gran Concha Piquer, jamás habría cantado: “Y bajo tus besos en la madrugá,/sin que tú notaras la cruz de mi angustia/solía cantá:/Te quiero más que a mis ojos,/te quiero más que a mi vía,/más que la aire que respiro/más que a la mare mía”.
Esos besos que ahora nos tenemos que guardar, porque el beso virtual es un trampantojo que a todos nos deja insatisfechos, volverán a salir, y por mucho que nos digan que el mundo va a cambiar, nosotros seguiremos besando. 


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