Hace
un tiempo, no recuerdo cuánto, conversaba con mi amigo Rafa Calvo sobre la
futilidad de la vida, ante ese brevísimo instante en que la muerte se alza
sobre lo que somos y todo se acaba, por lo menos tal como lo conocemos.
Estábamos sentados frente al mar en la terraza del restaurante La Ola, en la
playa de Castellón, delante de un suculento bocadillo de tortilla de patata y
una cerveza. Éramos dos ocupas de tierra a dentro en una mañana límpida de
invierno, con la luminosidad del Mediterráneo resplandeciendo en azules que se
acababan fundiendo en el horizonte con un cielo de tonos turquesa.
La
conversación fluía por derroteros casi metafísicos, cuando mi amigo Rafa, con
ese racionalismo cartesiano de buen aragonés, decía que la muerte es el fin de
todo y que la nada es lo único que nos aguarda tras el último suspiro. Yo,
menos jacobino, le explicaba que no podía asegurar eso tan categóricamente,
porque lo que haya detrás de la muerte sólo lo sabremos cuando atravesemos la
laguna Estigia y descubramos lo que hay en la otra orilla, si es que hay algo,
pero que, en cualquier caso, era un asunto que no me preocupaba; cuando llegara
el momento ya me enteraría. Rafa Calvo me miraba con cara de incrédulo y le
daba un trago a su copa de cerveza.
Nada
me hacía presagiar en ese momento y en otros acontecidos durante los largos
años de amistad, charlas, discusiones, fraternidades, vino, conspiraciones,
buena comida y gin-tonics, que un día como hoy, de diciembre de 2023, él ya
habría pagado a Caronte para que lo cruzara con su barca al lado en el que la
verdad, la única que existe y nos es vedada a los mortales mientras vivimos, se
descubre. Que ya sería sabedor de ese gran misterio del que hablábamos frente
al mar.
Y
yo, recordando todo esto me quedo vacío en esta hora fatal en la que nos ha
dejado de una forma, no por esperada menos cruel. Me queda un silencio oscuro,
que avendrá en una ausencia que sólo podré llenar con la memoria de su amistad,
con el tejido de los recuerdos vividos juntos, en esta noche oscura del alma,
que si no es provocada por la duda de la fe, si crece por la ausencia del
amigo.
Dicen que nadie muere mientras se le recuerde, y yo busco,
casi exasperadamente, los recuerdos, para ordenarlos y darles el sentido que
sea antídoto para el dolor de la ausencia. Sólo así podré llenar ahora el hueco
que has dejado en mi alma, querido Rafa, y sobrellevar, con el tiempo, tu
ausencia, con la dignidad de un amigo que nunca pensó que te fueras tan pronto.