Lo inmediato que se me ocurrió nada más terminar de leer el
poemario de Elia S. Temporal, 180º (Lastura, 2020), es que la
poeta se había desnudado ante la mirada del lector, sin que nos hubiéramos dado
cuenta. Porque lo hace con una delicadeza sublime, casi antigua, recordándonos
aquellos poemas persas del siglo XIII, que hacían de la poesía un lugar
espiritual para el amor y la belleza. Y es que Elia nos resume en un tiempo que
son cuatro meses, los últimos 180 de una vida plagada de emociones vertidas
sobre la persona amada, bebidas sorbo a sorbo por ella misma, humedeciendo el
alma encallecida de todos nosotros. Nos hace parar para entender que, sin amor,
el mundo y la vida son un trampantojo de felicidad, que no satisface a nadie.
A veces me pregunto cómo contaría los días
si no estuvieran ya contados,
cómo imaginaría los besos sin conocer tus labios.
Pero no nos habla de un amor divino, platónico, imposible de
alcanzar como el de los poetas del Renacimiento italiano. En su poesía hay una
mística carnal, al igual que la había en los poemas encendidos de Santa Teresa,
pero con una diferencia: su amor, su amado, el hombre que mueve sus emociones,
es de carne y hueso. Por eso cuesta distinguir entre la Elia que ama a veces
hasta la liquidación de su ser, de la Elia poeta mística, que se entrega con
pasión a fundirse en los versos que ella misma escribe, cerrando el paso al
olvido de las experiencias vividas desde su propia identidad de mujer —¡qué
diferente aman las mujeres de los hombres!— proyectadas en un amor a veces
físico, a veces espiritual, a veces material, definido en la persona amada, con
sus encuentros y desencuentros, con su plenitud y sus vacíos, con sus dudas y
certezas.
Cómo puedo explicarle al mundo que te quiero por debajo
de todas las raíces de la tierra,
de todos los susurros del silencio.
En 180º, Elia S. Temporal nos descubre que para
ella el amor no es una entelequia que se pierde entre versos de bellísima
factura, sino que está anclado a la vida en las noches de espera y de deseo
compartido; en las ciudades que han sido testigos de sus quebrantos y
esplendores amorosos.
Cuando te miro siento
que la profundidad del campo se vuelve innecesaria,
que todo se difumina, que todo fluye
en la parte del cuerpo por donde te observan mis ojos.
Tiempo y geografía definen el diario de 180 meses, que Elia
condensa en un verano imaginario, para que nada se quede enredado entre los
pliegues de la memoria. Escribe María Teresa Espasa en el prólogo: “El tiempo
al que se refiere Elia no solo es presente, sino también recuperación de la
existencia vivida en el pasado”. Ese
tiempo está anclado a la geografía de las ciudades donde ha sentido la emoción
del amor con todos sus sentimientos desplegados. Y es que su mundo gira en
torno al pensamiento del amado:
Me derramo entera de pies a cabeza,
me vierto encima de ti.
de
sus ausencias:
Amor o mar sin límites no hace falta que vengas
porque ya me hallo inmersa en tu inmensidad.
del
miedo a perdelo:
Te comulgo sin comprender
tus medios enigmas
tus medias verdades
tus besos a medias.
La
poesía es el camino de redención hacia la plenitud o hacia el vacío. Es el
lugar donde el poeta, la poeta, vierte sus más hondos sentimientos, el rincón
donde desnudamos el alma, para volver a renacer como un Ave Fénix. Elia S.
Temporal recorre en un viaje de ciento ochenta grados el camino de su identidad
desde la profundidad del amor que ha marcado su vida, quizá dándole sentido.
¿Quién puede sustraerse a la fuerza indómita del deseo, la pasión y la plenitud
de amar y ser amado? Porque, tras la belleza formal de sus versos, se esconde
la verdad insondable de que el tiempo ha pasado y ella seguirá amando sin
volver la vista atrás.
Mirarte a los ojos es sonreír hasta doler, y volver
a sentir la ropa resbalando.
/porque hoy es el final del principio
/porque hoy dejo de escribir/.
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