La
sociedad española está perdida en un imaginario de enfermedades mentales, o eso
es lo que nos dicen a diario: estrés, ansiedad, depresión, fatiga emocional y
ahora toda una panoplia de desequilibrios psíquicos como causa de la situación
pandémica que vivimos. Parece que estamos condenados a vivir perennemente
tumbados en el diván, sin que seamos capaces de afrontar una buena sesión de
psicoanálisis, no vaya a ser que descubramos lo que no queremos saber.
Tenemos
fatiga postpandémica, nos insisten a diario los medios de comunicación, sin que
nadie, todavía, haya explicado con claridad qué es eso. Aunque, quizá, ahí es
donde reside el éxito del diagnóstico: no saber cuáles son los síntomas
científicamente reconocibles, para que cada uno los amolde a sus
circunstancias. Porque nuestra verdadera identidad puede que resida en una
especie de locura a la carta, capaz de hacer las mayores gestas inútiles que la
historia haya conocido. Si no, de qué el loco más cuerdo de la literatura universal
es un ancestro colectivo de este país, en el que cada uno de nosotros nos
reconocemos, a nuestra manera.
Sin
embargo, yo pienso que todo eso son ilusiones construidas para disimular
nuestra propensión a la tragedia colectiva; es mejor parecer loco, que asumir
que los estamos. Segismundo, en La Vida es Sueño, prefiere aparecer como
un alma enfurecida, antes que asumir que está enferma: “Pues la muerte te
daré/porque no sepas que sé,/que sabes flaquezas mías./Sólo porque me has
oído,/entre mis membrudos brazos/te tengo que hacer pedazos”.
Ignoro
cuándo los españoles caímos en las fauces de esa fiera indómita que es la
vanidad, el orgullo y el desprecio a lo que ignoramos. Desde qué instante de
nuestro pasado nos convertimos en esclavos de las apariencias, tan bien
retratadas en El Buscón de Quevedo; cuál es motivo por el que nuestro
alma enfermó y decidimos disfrazar la falta de identidad colectiva con locura,
hasta preferir la muerte si nuestras expectativas no se cumplen. “Vivo sin
vivir en mi/ y tan alta vida espero/ que muero porque no muero”, cantaba San
Juan de la Cruz en su Noche oscura del alma; curiosamente los mismos
versos escribió Santa Teresa, dos místicos que esperaban que la redención de
sus pecados bajara del cielo en forma de amor divino.
Porque
no es otra cosa que locura pensar que estamos locos, y así soportar nuestra
incapacidad para reconocer nuestros éxitos colectivos, nuestra voluntad de
hierro para emprender empresas imposibles, no vaya a ser que fracasemos y el
dolor de la derrota se torne en humillación ante los fantasmas que nosotros
mismo construimos.
Aunque
es posible que todo esto sirva para disfrazar una realidad que nos puede
parecer insoportable. Reconocer que nuestra locura no es más que una cortina de
humo para esconder lo que no queremos que se vea. Que los que tienen verdaderos
motivos para enloquecer, para sumergirse en un trastorno irreversible, son los
que menos enferma tienen el alma, porque no tienen tiempo para permitirse otra
cosa que no sea sobrevivir, llegar a fin de mes o, simplemente, poner barreras
para que la pobreza no les engulla en un pozo sin fondo de difícil retorno.
“El
sueño de la razón produce monstruos”, es el título de uno de la Caprichos de
Goya. La razón frente a la locura; la fatiga postpandémica como excusa para
perdernos, otra vez, en el laberinto de nuestra querencia hacia falsas
realidades que nos resultan menos exigentes, pero que nos llevan a confundir
los molinos con gigantes.
La
verdadera enfermedad metal de la sociedad española es su incapacidad para
reconocerse como sujeto colectivo y dejar de confundir lo que soñamos con lo
que podemos. Quizá deberíamos hacer caso a Sor Juana Inés de la Cruz, cuando en
su poema Procura desmentir los elogios, nos advierte del peligro de la
vanidad, que acabará deviniendo en locura:
“Este que ves, engaño colorido,/que, del arte ostentando los
primores,/con falsos silogismos de colores/es cauteloso engaño del sentido”.
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