domingo, 16 de mayo de 2021

La fatiga postpandémica

 


La sociedad española está perdida en un imaginario de enfermedades mentales, o eso es lo que nos dicen a diario: estrés, ansiedad, depresión, fatiga emocional y ahora toda una panoplia de desequilibrios psíquicos como causa de la situación pandémica que vivimos. Parece que estamos condenados a vivir perennemente tumbados en el diván, sin que seamos capaces de afrontar una buena sesión de psicoanálisis, no vaya a ser que descubramos lo que no queremos saber.

Tenemos fatiga postpandémica, nos insisten a diario los medios de comunicación, sin que nadie, todavía, haya explicado con claridad qué es eso. Aunque, quizá, ahí es donde reside el éxito del diagnóstico: no saber cuáles son los síntomas científicamente reconocibles, para que cada uno los amolde a sus circunstancias. Porque nuestra verdadera identidad puede que resida en una especie de locura a la carta, capaz de hacer las mayores gestas inútiles que la historia haya conocido. Si no, de qué el loco más cuerdo de la literatura universal es un ancestro colectivo de este país, en el que cada uno de nosotros nos reconocemos, a nuestra manera.

Sin embargo, yo pienso que todo eso son ilusiones construidas para disimular nuestra propensión a la tragedia colectiva; es mejor parecer loco, que asumir que los estamos. Segismundo, en La Vida es Sueño, prefiere aparecer como un alma enfurecida, antes que asumir que está enferma: “Pues la muerte te daré/porque no sepas que sé,/que sabes flaquezas mías./Sólo porque me has oído,/entre mis membrudos brazos/te tengo que hacer pedazos”.

Ignoro cuándo los españoles caímos en las fauces de esa fiera indómita que es la vanidad, el orgullo y el desprecio a lo que ignoramos. Desde qué instante de nuestro pasado nos convertimos en esclavos de las apariencias, tan bien retratadas en El Buscón de Quevedo; cuál es motivo por el que nuestro alma enfermó y decidimos disfrazar la falta de identidad colectiva con locura, hasta preferir la muerte si nuestras expectativas no se cumplen. “Vivo sin vivir en mi/ y tan alta vida espero/ que muero porque no muero”, cantaba San Juan de la Cruz en su Noche oscura del alma; curiosamente los mismos versos escribió Santa Teresa, dos místicos que esperaban que la redención de sus pecados bajara del cielo en forma de amor divino.

Porque no es otra cosa que locura pensar que estamos locos, y así soportar nuestra incapacidad para reconocer nuestros éxitos colectivos, nuestra voluntad de hierro para emprender empresas imposibles, no vaya a ser que fracasemos y el dolor de la derrota se torne en humillación ante los fantasmas que nosotros mismo construimos.

Aunque es posible que todo esto sirva para disfrazar una realidad que nos puede parecer insoportable. Reconocer que nuestra locura no es más que una cortina de humo para esconder lo que no queremos que se vea. Que los que tienen verdaderos motivos para enloquecer, para sumergirse en un trastorno irreversible, son los que menos enferma tienen el alma, porque no tienen tiempo para permitirse otra cosa que no sea sobrevivir, llegar a fin de mes o, simplemente, poner barreras para que la pobreza no les engulla en un pozo sin fondo de difícil retorno.

“El sueño de la razón produce monstruos”, es el título de uno de la Caprichos de Goya. La razón frente a la locura; la fatiga postpandémica como excusa para perdernos, otra vez, en el laberinto de nuestra querencia hacia falsas realidades que nos resultan menos exigentes, pero que nos llevan a confundir los molinos con gigantes.

La verdadera enfermedad metal de la sociedad española es su incapacidad para reconocerse como sujeto colectivo y dejar de confundir lo que soñamos con lo que podemos. Quizá deberíamos hacer caso a Sor Juana Inés de la Cruz, cuando en su poema Procura desmentir los elogios, nos advierte del peligro de la vanidad, que acabará deviniendo en locura:  “Este que ves, engaño colorido,/que, del arte ostentando los primores,/con falsos silogismos de colores/es cauteloso engaño del sentido”.

 

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