Muchas
veces nos preguntamos cuál es el futuro que nos espera como sociedad y como
individuos. Si nos encaminamos hacia una sociedad distópica, en donde la brecha
social sea un abismo y la desigualdad se convierta en un fenómeno estructural
aceptado por todos, ya sean ricos o pobres, con el deterioro innegable de la
democracia, que sería subvertida en regímenes plutocráticos y autoritarios,
como ya está sucediendo en muchos países del mundo, en los que se ha convertido
en la cortina de humo perfecta para el nacimiento de dictaduras. O si por el
contrario, se abrirá camino un modelo de convivencia capaz de doblegar la
desigualdad y por tanto fortalecer la democracia, no olvidemos que esta solo se
sostiene sin el peligro de sucumbir a los populismos cuando es capaz de
distribuir la riqueza entre todos los ciudadanos. Lo que no quiere decir que no
haya diferencias de riqueza, si no que los ricos no lo sean indecentemente, y
los pobres dejen de serlo, para llevar una vida digna.
Es
un debate que nos enfrenta a lo más profundo de nuestra alma ciudadana, que nos
obliga a elegir entre el individualismo, cada vez más egoísta, que defiende el
liberalismo ultracapitalista existente actualmente, del sálvese quien pueda; o
la construcción de una sociedad comunitaria, donde la libertad de cada uno
reside en el bienestar colectivo y se sustente en el respeto a los demás y en
la búsqueda de modelos de distribución de la riqueza. Y en ese debate, que empieza
a salir de los límites de una izquierda minoritaria al encontrar eco en un
número creciente de instituciones mundiales, nada sospechosas de defender tomas
de la Bastilla o palacios de invierno,
debe posicionarse la socialdemocracia, inmersa en una crisis ideológica
autodestructiva, como instrumento necesario de discusión y cambio moderado.
Pero también, tiene que estar la derecha democrática, la populista ya sabemos
que solo tiene una pareja de baile: la extrema derecha. Porque no se trata de
enfocarlo como la discusión tradicional entre modelos de derecha e izquierda.
Tiene que trascender esos límites, es decir, no está regañada la defensa de los
intereses de clase, con un modelo diferente de organización de la sociedad.
Nadie se atrevería hoy a negar la existencia del derecho a la sanidad o la
educación como un bien público. Otra cosa es que se discuta sobre diferentes
formas de gestión, pero siempre respetando su titularidad pública y universal.
Los únicos que se atreven a cuestionar ese derecho son los ultraliberales que
tienen como principio que cada uno tenga lo que se gane, y el que se queda
atrás es porque es un vago; o los diferentes fascismos que están surgiendo en
Europa y en el mundo, que ya de por sí son enemigos de la democracia.
No
es un secreto que el modelo de crecimiento permanente de la economía es incapaz
de impedir la desigualdad y la pobreza, además de revelarse como insostenible
para la supervivencia de la humanidad desde criterios ecológicos y
medioambientales. En el umbral de una nueva era, seguir con modelos de
desarrollo pertenecientes a la Revolución Industrial, solo conduce al desastre
social y medioambiental, como podemos constatar día a día. Además, las nuevas
tecnologías, que llevan años introduciéndose en los distintos sectores
productivos, solo están abocando a un desempleo creciente, que no se va a poder
eludir, tal como vienen advirtiendo numerosos estudios que nos avisan de un
futuro en el que no va a haber trabajo para todos, si seguimos persistiendo en
el modelo laboral actual. A lo que hay que añadir la crisis de ingresos de los
regímenes de Seguridad Social, al sustituir trabajadores/as que cotizan, por
máquinas que no lo hacen.
Por
tanto, la búsqueda de un nuevo sistema productivo que no solo atienda al
beneficio sin control del capital, solamente puede pasar por el reparto del
trabajo, no olvidemos que el salario es el mayor distribuidor de la riqueza que
existe, junto a un sistema fiscal equitativo, que responda a los nuevos retos
de la sociedad y el bienestar de la población en general. Y en este contexto,
la única manera de asegurar unos ingresos mínimos para toda la población que
mitiguen la desigualdad que puede provocar la pérdida de puestos de trabajo por
la mecanización laboral y romper con la brecha entre riqueza y pobreza que
ahora existe en la sociedad, es lo que se ha llamado en denominar: Renta Básica
Universal, para que nadie se quede descolgado de poder tener una vida digna.
Hay otros factores que contribuyen al progreso no desigual de hombres y
mujeres, entre otros la educación como ascensor social, la no discriminación
por razones de género, sexo, raza o cualquier otra causa, etc.
A
simple vista, un ingreso garantizado para toda la población puede parecer
insostenible para los Estados si evaluamos este con criterios actuales, en
donde lo público está cada vez más amenazado por los intereses privados, con el
consentimiento de los gobiernos, que se han descolgado de la obligación moral
de contribuir al desarrollo no desigual de la sociedad. Pero si introducimos en
el debate un nuevo modelo de relaciones sociales, en donde el criterio
principal sea el bienestar de la ciudadanía, la quiebra de las desigualdades y
la sostenibilidad del planeta, estaremos apostando por un futuro menos incierto
y negro para la mayoría de la población, y aquí entraría en juego la Renta
Básica Universal.
En
contra de todas las informaciones interesadas; los análisis pagados por los
grupos de presión económicos; la defensa a ultranza del ultraliberalismo
capitalista, como pareja de baile del sálvese quien pueda; los mensajes
apocalípticos dirigidos a inocular el miedo a los cambios en la población; y
las falsedades, mentiras y engaños que se lanzan desde el establishment del
poder actual, una renta básica universal es posible, no solo ya desde criterios
morales, sino como impulsora del desarrollo económico, a pesar de las cifras
mareantes de aumento de gasto que se ponen encima de la mesa, en donde no se
cita el ahorro que supondría en subvenciones y ayudas; ni el aumento de la
recaudación fiscal, solo en impuestos indirectos; ni el crecimiento de la
actividad económica al haber más población con capacidad de gasto y ahorro, lo
que supondría más empresas, más empleo y más consumo, siempre que este sea sostenible
y no derrochador de recursos. El argumento de que generaría vagos es un
discurso obsoleto e interesado para criminalizar el estado de bienestar.
El
derecho a una vida digna alejada de la pobreza, ya sea desde el punto de vista
individual, que permita planificar la vida con perspectiva de futuro, ya sea
colectiva al preservar la sostenibilidad del planeta y la igualdad, alejada de
políticas de un crecimiento económico insostenible, que solo beneficia a unos
pocos, debería ser el objetivo de una sociedad enferma, que languidece en un
tiempo de cambios rápidos que están haciendo tambalear todos los principios que
han servido hasta la actualidad, y el principal fin de la democracia. Y aquí la
Renta Básica Universal tendría que ser el pilar donde se apoyan todos los demás
factores de los que hemos hablado en este artículo. Como todo en esta vida, es
posible si se quiere hacer. No hay nada inmutable, porque la humanidad no lo
es, a pesar de que muchos se crean invulnerables e indestructibles, porque lo que
hace el hombre (entiéndase este en su aceptación genérico), el hombre lo puede
deshacer, cambiar, modificar y mejorar.
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