José Saramago estuvo veinte años sin escribir,
«Sencillamente no tenía algo que
decir y cuando no se tiene algo que decir lo mejor es callar» (sic). ¡Vaya
lección de sabiduría! Una más del gran maestro de las letras portuguesas e
ibéricas. Aunque cuando uno habla de José Saramago, ya está asomándose al
Olimpo de la literatura universal.
Escribía la
cita anterior, porque hoy sería impensable que alguien tuviera la inteligencia
de callar cuando no tiene nada que decir, o cuando lo que se quiere decir no
aporta nada, solo vacuidad y negrura intelectual. No es de extrañar en un mundo
tan acelerado, que ni siquiera es capaz de mirar a su alrededor y darse cuenta
de que tanta prisa y ambición desmedida está destruyendo la única casa que
habitamos. La mayoría de los políticos son incapaces de pensar más allá de la
próxima cita electoral; los empresarios quieren beneficios tan urgentes, que no
miran la cantidad de cadáveres, en sentido figurado, que dejan por el camino;
los escritores quieren triunfar ya en la primera novela, porque lo importante
es el éxito, no la calidad de lo que escriban. Fama, éxito, dinero fácil y
rápido, poder y toda una ristra de comportamientos que definen una sociedad, a
todos nosotros, incapaz de pararse a pensar y emular a José Saramago y su
silencio para no decir tonterías sin sustancia. Claro, que si todo fuera más
lento y reflexivo no estaría escribiendo esto porque viviríamos en una
sociedad, por lo menos, más sensata. Lo de más justa, habría que comentarlo en
otro artículo.
Este mes hemos
celebrado el centenario del nacimiento de Saramago y quizá deberíamos pararnos
a reflexionar sobre algunas de sus aceradas propuestas literarias, que daban
muestras de la lucidez que tenía ante cuestiones tan tabús, como la figura de
Cristo, al margen del personaje divino que nos ha transmitido la Iglesia (El
evangelio según Jesucristo); la debilidad de la democracia cuando los ciudadanos
deciden votar en blanco, por puro aburrimiento y desafección hacia la clase
política, que acaba derivando en actitudes autoritarias de un poder,
supuestamente democrático, que no soporta el desdén de la ciudadanía (Ensayo
sobre la lucidez) ; o, por último la desorientación que se produce en una
sociedad que tanto desea la inmortalidad, cuando la muerte decide que ya no va
a morir nadie más (Las intermitencias de la muerte).
Lo triste de
todo es que, más allá de las celebraciones oficiales a su figura, para la
mayoría, Saramago es un escritor famoso, y ya saben que la fama dura el tiempo
que tarda en cruzar el firmamento una estrella fugaz. Inmediatez demasiado ajena
para un escritor que prefirió callar cuando no tenía nada que decir.
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