Siempre
he pensado que el arte es una de las expresiones que como especie nos hace diferentes
al resto de los animales. Es esa capacidad de abstracción la que nos convierte
en seres culturales y hace que tengamos el talento necesario para intelectualizar
nuestro entorno, y en el caso del arte, además, creando belleza. No es una
casualidad que dos personajes tan dispares como Oscar Wilde y Friedrich Nietzsche,
pensaran que el arte es una necesidad para vivir, o que sin el arte la vida sería
un error.
No
existe ningún pueblo, tribu o colectividad humana en la que el arte no haya
tenido una importancia vital para su subsistencia. De diversas maneras, con
diferentes visiones, ninguna civilización, desde que los humanos dejaron de ser
homínidos, ha dejado de ver el arte como el centro en torno al cual se ha proyectado
el alma de cada uno, que es como decir el alma por donde las comunidades han
transitado en la búsqueda de la belleza y de una explicación del mundo. Habría
que remontarse varios milenios atrás en el tiempo, y seguiríamos viendo como
los hombres y mujeres de la prehistoria plasmaban sus anhelos en pinturas y esculturas,
facturadas con arte.
Quizá
por eso, cuando se ha querido humillar a un pueblo, negar un sentimiento, ningunear
una religión, una ideología o una forma de vida, se ha destruido su arte, en un
intento de despojar a esa comunidad de identidad, porque qué otra cosa no es el
arte sino la identidad colectiva e individual expresada a través de la belleza.
Así
los talibanes destruyeron figuras de Buda; los nazis y fascistas de cualquier
pelaje han quemado libros, prohibido determinadas músicas o perseguido a artistas
que no eran de su agrado, en un intento de afirmación de su voluntad sobre la
capacidad de crear libremente en consonancia a una manera de interpretar la realidad
que les rodeaba.
Es
por todo lo anterior, por lo que no acabo de entender los ataques que están
sufriendo algunas obras artísticas, que no porque no provoquen desperfectos irreversibles
dejan de ser atentados contra el arte. Ni siquiera la defensa del planeta contra
el cambio climático tiene justificación, porque nos deja huérfanos de inteligencia y
nos iguala en cerrilismo a cualquier especie sin capacidad de razonar o crear
belleza como fruto de la abstracción intelectual.
Decía
hace unos días el gran Antonio López, que las protestas en los museos por el
cambio climático le parecían algo sucio, desagradable y basto. Actos que
degradan la importancia de la denuncia que se quiere hacer y demuestran la ignorancia
en la que acaban cayendo aquellos que hacen de una idea una religión absoluta.
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