Todos los años volvemos a girar
la cabeza hacia atrás en el tiempo, para intentar recordar, con un poco más de
luz, lo sucedido aquel día aciago para la decencia política, la democracia y la
historia de este país, en la tarde del 23 de febrero de 1981, lunes de frío
invernal en Madrid y gélido ambiente en el resto de España. Miramos al pasado y
tratamos de recordar qué hacíamos cuando atronó, como un estallido de miedo en nuestra
conciencia, aquel grito que nos heló el alma y aceleró el pulso. Porque el “quieto
todo el mundo”, el silencio posterior, los
nuevos gritos de “al suelo todo el mundo” y los tiros, seguido de un
silencio aterrador, con amenazas de te mato a un cámara de televisión, nunca abandonarán
nuestra memoria. El pánico de no saber qué estaba pasando en un joven contestatario,
sindicalista e inconformista hizo que las piernas empezaran a temblarle durante
toda la tarde y el miedo se instalara en todos los pliegues de su cerebro con
una idea machacona: a ver si al final van a tener razón los que dicen que vamos
camino de una nueva guerra civil. Todas esas emociones, el bando de Milans del
Bosch en Valencia (ese sí que era un auténtico toque de queda, de los que el
meten miedo en el cuerpo; lo digo como observación a los que ahora se quejan de
que el gobierno está cercenando sus libertades porque los manda a las diez a
casa); la ausencia de noticias, la tardanza de la declaración del rey y la
cabeza dando vueltas sobre qué hacer y cómo hacerlo. Las comunicaciones no eran
como ahora con teléfonos móviles, etc., entonces era todo más simple y nada podía
evitar una sensación de desamparo y soledad ante el peligro.
Desde entonces, todos los años recordamos ese día
en esta fecha, que la ironía del destino ha hecho coincidir un golpe de estado militar,
con el entierro de Antonio Machado en el exilio, como una metáfora de que la
historia siempre se puede repetir. Todos los años recordamos, este con especial
interés por el culto que nuestra sociedad tiene a los números redondos, y todos
los años nos enfrentamos a la duda de si sabemos la verdad de aquel infausto acontecimiento.
La sospecha de que una vez más el relato de la historia es el que interesa al poder,
planea sobre nuestros recuerdos.
Se han escrito muchos artículos, ensayos
y novelas. Se han filmado películas, series de TV, documentales, grabado
entrevistas, y siempre nos queda la misma sensación en forma de pregunta: ¿lo
que pasó es lo que nos cuentan? No digo esto por acusar a quienes han trabajado
durante años, desde diferentes campos, el 23-F, porque ellos tendrán también un
conocimiento fragmentario de lo sucedido y sus causas y sus protagonistas. En
una cosa están todos los investigadores
de acuerdo: la información de la que se dispone es parcial y mucha de ella está sometida a secreto de Estado.
¿Pero por qué después de cuarenta
años sigue estando calificada de secreto o como confidencial o como reservada? El
poder, sea el que sea, y no me refiero a los gobiernos de turno, sabe muy bien
que una manera de evitar el cuestionamiento de su ser reside en la protección
de sus miembros y la ocultación de la historia, para, como he escrito más
arriba, ofrecernos el relato de la historia que a ellos les interesa. Para eso
se inventaron la Ley de Secretos Oficiales, una ley que en España data de 1968, reformada en 1978, es decir, es del
franquismo y la predemocracia.
En este cuarenta aniversario, la
mejor conmemoración que se podría hacer es desclasificar todos los documentos
que están relacionados con el 23-F y dejar que los historiadores hagan su trabajo.
Sería la mejor manera de acabar con las especulaciones, las dudas, las
sospechas y el terraplanismo. Porque ya todo está dicho y los que sufrimos
aquella tarde noche del 23 de febrero de 1981, nos merecemos una explicación,
que vaya más allá de la “autoridad competente, por supuesto militar” y el “elefante
blanco”. Algo, a lo que por cierto, nunca le pudimos poner cara.
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