lunes, 25 de marzo de 2019

Valle de los Caídos


Publicado en Levante de Castellón el 22 de marzo de 2019
Es habitual escuchar a muchos políticos, medios de comunicación, tertulianos, columnistas y expertos enciclopédicos, decir que España es una democracia avanzada, sobre todo, cuando alguien tiene la osadía de poner en cuestión ese órdago democrático, que nunca se sabe si es un  farol o no, pero que sí tiene como fin ocultar las deficiencias democráticas que tenemos en el país. Porque haberlas haylas, por muchas banderas que se enarbolen en nombre de la democracia.
Una de las extravagancias democráticas que tenemos en España, es el Valle de los Caídos y todo lo que significa y gira alrededor de él. Quizá seamos el único país del mundo que tiene enterrado a un dictador, uno de los más sanguinarios que ha habido en el siglo XX, en un mausoleo de Estado con todos los honores propios de un alto dignatario, que sólo alcanzó la gloria ejerciendo una durísima represión sobre el pueblo que gobernaba. Una tumba que emula a los grandes faraones, del  mismo tamaño que la megalomanía de su inquilino yacente.
El Valle de los Caídos no es un  simple monumento religioso, es una tumba construida con sangre, sudor y lágrimas por miles de presos políticos del franquismo; por  miles de personas que eran como usted y como yo, que cometieron el delito de no ser fascistas y decirlo. Se levantó para la mayor gloria del dictador, y como símbolo del fascismo español. Hoy todavía lo sigue siendo. No hay más que mirar la cúpula de la basílica: toda una apología del fascismo, todavía expuesta al público como si la dictadura no hubiera pasado, con las banderas falangista y requeté recibiendo la bendición del Pantocrátor que domina la cúpula desde el centro, dando la bienvenida a la  Nueva España.
Pero no sólo por la alegoría de la cúpula, en reconocimiento de los vencedores de la Guerra Civil. Es que en su interior están enterrados, con grandes honores, dos fascistas antagónicos, eso sí, que lucharon cada uno desde su bando, por liquidar la democracia española, que era la República y que nada hace sospechar que no lo volverían a hacer. Además del impresentable comportamiento del prior del Valle de los Caídos, benedictino que se quedó en el siglo XVI, soñando con llegar a ser algún día Inquisidor General del Reyno.
 El Valle de los Caídos es un insulto hacia los demócratas, hayan sufrido la represión del franquismo o no, y un país que se autodenomina democrático no debería tener un monumento así, y mucho menos enterrado a un dictador en él. Es una humillación para los demócratas y también para la memoria histórica de este país; para todos aquellos, que aún hoy todavía, siguen esperando en alguna cuneta o fosa común una reparación del Estado. En una democracia, no se sostiene que haya miles de personas desaparecidas por sus ideas, y que quien ordenó su desaparición descansé en una tumba con todos los honores de jefe de Estado. Eso es impensable en cualquier país del mundo, excepto en España.
                Por eso, sorprende que cuando el gobierno decide sacar al dictador de El Valle de los Caídos, todo el mundo lo critique. Como si la salud de una democracia no se midiera, también, por la congruencia de sus actos. Que el Partido Popular lo haga, no nos ha de extrañar; llevan cuarenta años defendiendo el olvido de la dictadura, que es una manera de naturalizarla en el subconsciente de la sociedad española. Que la  nueva “derecha regeneradora” del país considere que no es importante, ya da que pensar sobre la calidad democrática de las derechas españolas, pero Ciudadanos ha decidido envolverse en la bandera para tapar sus carencias, y  todo lo que signifique bandera roja y gualda le parece bien. Pero que la izquierda redentora, esa que ha nacido para salvar nos a los españoles de sí mismos, lo critique también, es el sumun de la estupidez política, cuando deberían estar en la calle alborozados por la medida.
Franco, el dictador, debe salir cuanto antes de El Valle de los Caídos por higiene democrática y explicar en las escuelas por qué se le saca. Esa debe ser la primera medida, para acabar con un monumento, que es una ignominia para la sociedad española del siglo XXI. Y hasta que se sepa qué hacer con él, sacar a todos los allí enterrados, entregárselos a sus familiares, para después cerrarlo y acabar, de una vez por todas, con la simbología que representa un  monumento que jamás debería haber existido.



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