No
soy muy futbolero. He de confesar que el fútbol me aburre, quizá porque no soy
hincha de ningún equipo, y eso hace mucho a la hora de ser aficionado. Pero si
el fútbol es lo que vimos el domingo en la final del Mundial, solo puedo gritar
¡¡Viva el fútbol!! Porque asistimos a una épica ya solo reservada a los libros
de fantasía y aventuras, en la que todo podía suceder, sobre todo después de
ese minuto ochenta en el que nuestros esquemas racionales se vinieron abajo,
cuando ya el mundo entero, sentado frente al televisor, colocaba el laurel de
la gloria en la frente de los jugadores de Argentina y sentenciaba que los
únicos ganadores de ese partido eran ellos. Entonces, aparecen las meigas y la
magia se instala en el estadio y el corazón de los millones de aficionados y
aficionadas, que ya en ese momento se habían rendido al juego del balompié, como
el gran espectáculo universal capaz de aunar por unos instantes a la humanidad,
aparcándola de sus miedos cotidianos.
Les
diré, que antes de empezar el partido quería que ganara Francia. Siempre he
sido un poco francófono. Pero a los quince minutos de rodar la pelota, ya deseaba
que lo hiciera Argentina. Aunque, todavía, por esa tozudez que tenemos los humanos
cuando hemos de dar nuestro brazo a torcer, esperaba que Francia remontara,
aunque todas mis neuronas me estuvieran avisando de lo contrario.
Pero
además, concluido el partido, nos dimos cuenta de que el resultado no estaba
exento de una gran justicia poética. Porque si hay un pueblo que necesitaba
ganar este mundial, es el argentino. No solo por la gran afición al fútbol que
se destila en cada rincón del país; ni porque se viva con una pasión capaz de
alterar el rumbo de la nación; ni porque haya dado dos de los más grandes
jugadores de la historia del fútbol: Messi y Dios. No. La justicia poética
viene porque Argentina es un país vilipendiado por sus dirigentes; un pueblo
que no se merece vivir constantemente en el filo de la navaja, gobernado por corruptos
y facinerosos (pónganle ustedes el femenino), que tratan a los argentinos como
si fueran la lana de un colchón, que se varea para que esté mullido y el
dirigente de turno se tumbe confortablemente, hasta que lo vuelve a aplastar.
Por
eso, al final del partido, supe que no solo había ganado el mejor equipo que
hubo sobre el campo, sino que se alzó con la victoria el país que más lo
necesitaba. Porque los argentinos, también se merecen alguna alegría, y que
mejor que se la de su gran pasión.
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