Nos dijeron que teníamos la mejor sanidad del mundo y nos lo creímos. Hasta que la sanidad sufrió un test estrés y todo se vino abajo y descubrimos lo que ya sabíamos y nadie quería ver. Como las avestruces nos habíamos dedicado durante años a esconder la cabeza ante las listas de espera, los recortes, los equipamientos obsoletos, la mengua de las plantillas, la paulatina desaparición de camas hospitalarias, la precariedad de los contratos y el crecimiento de la sanidad privada, gracias a los conciertos que los diferentes gobiernos autonómicos vienen firmando desde hace años; un 44,6% en Baleares o un 29,1% en Madrid, de crecimiento en los últimos siete años.
Cuando la primera ola de
coronavirus puso al borde del colapso la sanidad pública, nadie tuvo el valor
de reconocer la responsabilidad que tenían en ello. Ningún dirigente salió a
los medios de comunicación a pedir perdón por haber estado engañándonos durante
años. A todos se les llenó la boca diciendo que tomaban nota de lo que estaba
pasando y que se ponían a trabajar para solucionarlo, como si de la noche a la
mañana se pudiera enderezar lo que llevaba años torcido. Pero lo cierto, es que
si se pudo trampear la situación y evitar el derrumbe absoluto de la sanidad,
fue gracias a los sanitarios y al esfuerzo sobrehumano físico y mental, que
muchos de ellos tuvieron que realizar. Parecía que los aplausos de todos los
días serían un revulsivo para que los gobernantes aprendieran de los errores
del pasado y empezaran a enmendar el problema, pero todo se quedó en homenaje y
agradecimiento al esfuerzo que estaban realizando. Ya lo advirtieron ellos:
menos aplausos y más soluciones a los problemas del sistema sanitario público.
Llegó el verano, nos creímos que
todo había pasado y los gobernantes, una vez más, miraron para otro lado. Y de
aquellos barros estos lodos. Hoy, en plena segunda ola de la pandemia, con el
coronavirus amenazando otra vez vidas, haciendas y capacidad de respuesta en
los diferentes niveles de la sanidad, volvemos a fiarlo todo al esfuerzo de los
sanitarios, al trabajo extenuante que se les prometió no iban a volver a
sufrir. Y la única respuesta de los gobernantes es seguir con las mismas
carencias que antes, exigir que doblen turnos, que pierdan vacaciones y que
renuncien a trabajar en buenas condiciones. Si fiamos la suerte de los enfermos
solo a su esfuerzo, por la falta de implementación de medidas, está todo
fallando otra vez. En definitiva, recortar derechos como única respuesta a la
incapacidad de gestionar bien los problemas, es el peor camino que se puede
tomar, además de injusto.
Ya se acabó el tiempo de refrendo
por la urgencia de las medidas y porque en momentos de crisis aguda es mejor
arrimar el hombro todos juntos, que tirar cada uno por un lado. Produce una
infinita vergüenza ver que los sanitarios están en el mismo punto de partida
que al principio de la pandemia, pero mucho más agotados psicológicamente, con
sensación de abandono y ahora viendo como los gobernantes aprietan las turcas
de su incapacidad para solucionar problemas sobre ellos. País.
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