viernes, 7 de junio de 2019

Traidores


Publicado en Levante de Castellón el 7 de junio de 2019
Hay una palabra que a los españoles nos gusta mucho: traición. Nuestra historia está plagada de traidores. Hay traidores a la patria, a la izquierda, a la derecha, a los colores de nuestro equipo de fútbol, a la Santa Madre Iglesia, a las ideologías sacrosantas … etc. En definitiva, todo aquel que ya no piensa como nosotros, se convierte automáticamente en traidor. Entonces, no hay posibilidad de redención y la traición quedará grabada en nuestra frente, como un estigma, y como las llagas de Cristo aparecerá cada vez que alcemos la mano para hablar. ¡A ese ni caso, que es un traidor!, es lo peor que se puede decir de una persona. Porque la traición, que en muchos casos es simplemente no comulgar con ciertas ideas o cambiar de pensamiento sobre algo o alguien que ya no nos gusta, nos anula como personas ante la sociedad o ante el grupo que se siente traicionado, sin que nadie se pare a pensar que cuando alguien cambia, tiene  motivos suficientes para hacerlo. De escucharle, ya ni hablo.
                Fueron traidores los que en el Siglo de Oro pensaron que había otra manera de entender la religión, y la Iglesia Católica, junto al grueso de la población los estigmatizó, cuando no les quemó. Eran traidores los afrancesados de principios del siglo XIX, porque no siguieron ciegamente esa visión de España ultraconservadora y ultracatólica, que inspiró la Guerra de la Independencia; de la misma manera que en la Republica las acusaciones de traidores a la clase obrera entres anarquistas, comunistas, troskistas y  algún que otro “istas” más,  estuvieron a la orden del día durante todo el periodo republicano; y de traidores al espíritu de la Nueva España franquista, se acusó a todo aquel que no renegó de sus ideas, llenando el país de dolor, marginación y muertos.  Traidores al espíritu de la Transición son quienes reclaman el reconocimiento de miles de hombres y mujeres que fueron matados o depurados por Franco y su cruzada. Igual que el jugador de fútbol que se pasa al equipo rival  por muchas glorias que haya dado en el equipo que deja. Los dirigentes del independentismo catalán, se cagaron las patas abajo (con perdón), cuando en la calle empezaron a oír la palabra traidores, una vez que se dieron cuenta que se habían metido en un callejón sin salida.
                La lista de traidores seria interminable, si además metemos todos aquellos que han militado activa o pasivamente en un partido o sindicato y cambian de parecer. Aquí es donde se concitan los mayores desprecios hacia el traidor. Por eso, en España es tan difícil que los partidos puedan pactar con otros diferentes después de unas elecciones, para formar gobiernos. Una de las opiniones que no cesan de verterse en los medios de comunicación por tertulianos estos días, es advertir sobre la traición que se puede hacer a los votantes, si se pacta con alguien que no está en tu espectro ideológico. Así,  cuando alguien plantea pactos transversales para evitar que formaciones antidemocráticas puedan participar de la gobernabilidad del país, se señala con el dedo de la traición.  
                Deberíamos aprender que pactar no es traicionar, sino simplemente, buscar con acuerdos la opción que te permita desarrollar tu programa electoral lo más posible. Que pactar es intentar, desde una posición que no te otorga capacidad de gobernar, conseguir que tu programa sea asumido en la mayoría de lo posible, por quien va a gobernar, con o sin gobiernos de coalición.  Pero mucho me temo, que en España, después de siglos de llamarnos traidores unos a otros, no estamos preparados para eso ni sospecho que queramos estarlo. Somos demasiado cainitas con quienes no piensan o actúan como nosotros, y el  miedo a ser acusados de traición nos atenaza.




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