Cada
vez creo más en los fantasmas. Ojo que hablo de fantasmas y no de fantoches.
Fantasmas en el sentido literario del término. Decía Javier Marías, que los
hados y los lectores lo tengan en su gloria, que «cada vez me voy sintiendo más
cercano a una de mis figuras literarias predilectas, el fantasma: alguien a
quien ya no le pasan de verdad las cosas, pero que se sigue preocupando por lo
que ocurre allí donde solían pasarle y que –aun no estando del todo– trata de
intervenir a favor o en contra de quienes quiere o desprecia.» Es
decir, los fantasmas son seres espirituales o almas errantes (cualquier gallego
si no visita en vida San Andrés de Teixido, lo hará muerto), que habitan entre
nosotros, cada uno por un motivo que le impide entrar en el reino de los
muertos y descansar para la eternidad, si es que se lo ha merecido y no acaba
en el inframundo más cruel y tenebroso, por los siglos de los siglos.
Los
fantasmas pueden manifestarse de muchas maneras y en diferentes lugares. La
literatura está plagada de algunos memorables: Erik, el fantasma de la ópera;
el rey Hamlet; Jacob Marley, en el Cuento de Navidad; o sir Simón, el fantasma
de Canterville, por no hablar de la deliciosa Mirtle la llorona, residente del
baño de chicas del Colegio Hogwarts, donde vive
sus aventuras mágicas el inigualable Harry Potter. Aunque ahora deberían
preocuparnos otros fantasmas.
Según
el Diccionario panhispánico de dudas, fantasma es la imagen de una persona muerta que se
aparece a los vivos. Pero últimamente no paran de surgir otro tipo de fantasmas
más ligados a nuestra historia, que si bien no lo hacen de una forma
inquietante: con una sábana, un suspiro helado o una luz, están aquí, como
posesión espiritual que ha colonizado el alma de la política española, sí
producen cierto pavor.
Cuando escucho palabras como
separatismo o gobierno filocomunista o unidad de la patria, pienso que el
fantasma de Franco anda revoloteando por el espíritu de todos aquellos que
siguen anclados en un concepto de España que nos recuerda al pasado de la
España una, grande y libre, que fue bandera de los años más tristes y
terroríficos de los últimos siglos de nuestra historia. O cuando las palabras
humillación a los españoles o traición a la patria resuenan todos los días en
boca de algunos políticos, me recuerdan a Millán Astray o Narváez (azote de los
progresistas en el siglo XIX). Es más, muchas veces, tengo la sensación de que
el ánima de Fernando VII, sigue vagando por las ideas de aquellos que nunca han
dejado de considerar que España es o suya o de nadie.
Fantasmas, posesiones, poltergeist,
estamos rodeados de almas en pena, que como decía Javier Marías tratan
de intervenir a favor o en contra de quienes quiere o desprecia. Y aquí, parece
que hay demasiados espíritus velando porque España siga siendo la que soñaba
Marcelino Menéndez Pelayo: «España martillo de herejes, luz de Trento,
espada de Roma, cuna de San Ignacio; esa es nuestra grandeza y nuestra unidad;
no tenemos otra». Como ven otro fantasma que sigue anidando entre una parte de
nuestros políticos. En estos, la verdad, es que no me gustaría creer, porque
son aburridos, pero no menos peligrosos que el leviatán que habitaba en el
cuerpo de Regan MacNeil.
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