Hace
ya 42 años, que una tarde de febrero se puedo escuchar en la radio la entrada a
gritos de un grupo de guardias civiles
encabezados por un personaje que simbolizaba lo más oscuro de la historia de
España, bigote incluido. Fue un momento de desconcierto absoluto, pues, aunque
vivíamos con la Espada de Damocles del franquismo encima de nuestras cabezas,
desde que muerto el dictador su corte no tuvo más remedio que aceptar una
tímida apertura hacia la democracia, entrando en lo que se acabó llamando La
Transición, que no fue otra cosa que la acomodación del franquismo a los nuevos
tiempos que exigíamos los españoles, pero que, a pesar de su vigilancia
cuartelera no pudieron manejar a su antojo.
“¡Se
sienten, coño! “¡Al suelo!” O ese “a quien se mueve lo matamos y listo”, que se
escuchó en un momento del asalto, son la síntesis de lo que pretendía aquel golpe
de estado, quién sabe si tratando de emular a otro en la mente de todos. Ahí se
resume el miedo de la sociedad española ante la irrupción, otra vez, de los
uniformados en su vida pública y privada. El temor de todos los que pensaban
que la democracia había triunfado sobre ese fascismo castizo de “Cara al Sol” y
“a Dios rogando y con el mazo dando”, y en esa tarde del 23 de febrero, de climatología
agradable para la época, sintieron/sentimos que este país, castigado como Sísifo,
estaba condenado a fracasar una y otra vez en sus anhelos de libertad.
Han
pasado 42 años y aunque han cambiado muchas cosas, volvemos a sentir que la
roca del antiguo griego vuelve a pesar sobre nuestra espalda. No porque las
libertades estén en retroceso por que el ideario moralista, retrógrado y falsario
se vaya instalando en la conciencia de la sociedad, como si de un virus
inoculado por los medios que lo jalean se tratase. Lo que realmente produce
miedo es el lenguaje deslegitimador de la democracia. La insistente acusación
de traición a la patria contra aquellos que ocupan el poder que cierta derecha,
y no toda extrema, cree que solo les pertenece a ellos; las palabras gruesas,
cargadas de maldad e intención, que solo tienen por fin el desprestigio de
gobiernos e instituciones democráticamente elegidos; y la mentira como único
argumento de debate, hacen que hoy la democracia esté en peligro y que los demócratas
nos acordemos del 23-f de 1981, no como un recuerdo aciago del pasado, sino
como una amenaza más real que nunca. Por que
esta vez, es posible que no hagan falta tejeros ni armadas para que el fascismo
llegue el poder, si es que alguna vez lo ha perdido.
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