Querido Pablo: Pensábamos muchos que siendo vicepresidente del gobierno tu incontinencia verbal se iba a moderar. Ya lo dijo don Quijote respondiendo a la ignorancia de Sancho cuando se regodeaba por su título de gobernador de la ínsula de Barataria: “el necio en su casa ni en la ajena sabe nada, a causa de que sobre el cimiento de la necedad no asienta ningún discreto edificio”. Así es, por los siglos de los siglos. Ahora nos has sorprendido con una de las comparaciones más tontas que se han escuchado en los últimos tiempos, y de eso vamos sobrados. Además, esa salida de tono es mucho más grave cuando sale de la boca desbocada, de alguien que se presume inteligente y defensor de las maldades del fascismo.
Convendrás
conmigo que tu afirmación, mejor dicho comparación de Puigdemont con los
exiliados de la Guerra Civil, no solo no ha sido afortunada, sino que además ha
rayado el insulto. Quizá por querer defender sin un atisbo de juicio lo que
hace mucho tiempo no se sostiene en cualquier mente cabal. No sé si por querer
aparecer como el adalid de la buena justicia en España, de la que estamos tanto
a faltar, o por querer demostrar que sigues estando en contra de que los enjuiciados
del “procés” sigan en la cárcel, o voy más lejos, están en la cárcel. Somos
muchos los que pensamos así y no por ello decimos necedades delante de un micrófono,
como si estuviéramos de cañas con los amigos en el bar.
Pero la
comparación es fatal para la inteligencia. Veamos, Puigdemont es un señor que
después de saltarse a la torera la norma constitucional de convivencia entre
los diferentes territorios de España (y no porque a muchos nos guste cambiarla deja
de estar vigente), a sabiendas de lo que estaba haciendo, es decir, con cierta
prevaricación, actúa como los fariseos que tiraban la piedra y escondían la
mano. O en expresión más moderna: después de liarla parda, se largó y dejó a sus
socios con el culo al aire, muchos de ellos aposentándolo ahora en la cárcel.
Ese señor,
que se fue como un cobarde zelote, a esconderse de sus actos, viviendo en un
casulario de lujo, como un marqués de la
sopa boba, no se puede comparar, salvo con una borrachera de delirio nacionalista,
con los cientos de miles de exiliados que tuvieron que abandonar España en 1939
huyendo del fascismo, para salvar su vida y su dignidad. Que acabaron, muchos
de ellos, en campos de concentración, luchando en la Guerra Europea contra el
nazismo, perdida su memoria allende los mares y/u olvidados por la historia y por
los que ahora los defienden.
El uno es un cara derrotado por su propia egolatría
de mesías aterrizado en Cataluña para salvarla de los demonios españolistas.
Los otros son víctimas de una guerra civil ganada por el fascismo golpista, que
solo tenía como objetivo su aniquilación, moral y ciudadana, cuando no física.
Por
eso, el vicepresidente del gobierno debería ser más cuidadoso cuando trata de justificar
sus ideas. Sobre todo cuando cae en el ridículo dañoso y provoca desafección
hacia su formación política, que a mí se me antoja necesaria para el devenir de
un futuro progresista de España, al actuar como contrapeso en la balanza de la
izquierda. Podría ser un importante político si su inteligencia estuviera un
peldaño por encima de su boca, lo que parece no sucede.
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