Pido perdón, pero yo no estuve allí. Y no estuve por
voluntad propia. Porque prefería gastarme las 2.500 pesetas que costaba la
entrada en otros grupos que sí eran de mi veneración. Nunca he sido stoniano, y
digo esto con temor, porque hoy, en un país entregado a la confrontación de principios
sagrados, cuando se celebra el 40 aniversario del concierto de los Rolling
Stones en el extinto estadio Vicente Calderón, me puede acarrear no pocos insultos
cariñosos y algunos no tanto.
Además, en aquella época si eras de los Beatles no podías
ser de los Rolling, porque era como entregarte al enemigo y yo siempre he sido
más de los de Liverpool. Aunque tengo que confesar que durante estos cuarenta
años, he bailado como un poseso con Brown Sugar o Satisfaction.
Pero no estuve en el Calderón aquella tarde de tormenta
épica, encerrado en casa, al resguardo de la lluvia y el viento, porque todos
mis colegas sí que fueron a rendirse antes sus satánicas majestades y no podía quedar
con nadie. Ese estigma me ha acompañado toda mi vida, porque parecía que si te
gustaban los Beatles, para alguna gente eras un negado para el rocanrol. Ya veis,
un negado para el rocanrol a quien ha bebido los vientos detrás de Deep Purple
o Lou Reed o Yanis Yoplin o Miguel Ríos.
Así es la vida, en algún momento tienes que salir del armario
y confesar que nunca, salvo alguna canción, te han puesto los Rolling Stones.
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