Debo ser un cobarde, porque no me produce ninguna
satisfacción tanta palabra cargada de testosterona sobre la guerra. Cada vez que
escucho: patria, muerte, bandera, identidad nacional, brigadas armadas, ataque
masivo, despliegue de tropas, etc., etc., etc., se me hace un nudo en el
estómago, porque, irremediablemente, pienso en destrucción y muerte de la de verdad,
de la que se deja de respirar; hambre, miseria, pérdida de seres queridos, juventud
enviada al matadero, irracionalidad, y todo lo malo que ustedes se puedan imaginar.
Por eso pienso que la guerra solo es útil para quien la provoca, y eso si la
gana, y para los que hacen negocio con ella.
No me gusta la guerra, y por ello nunca apoyaré ninguna,
porque no hay guerras buenas ni guerras malas. Pero tampoco participo de ese
romanticismo bélico de banderas al viento, canciones que conducen al frente de batalla, resistencias
numantinas y literatura que ensalza el ardor guerrero, para defender no se sabe
muy bien qué. Ese romanticismo que apela a grandes glorias militares y héroes
con estatua que siempre mueren. En España creo que sabemos bastante de eso, porque
libramos la guerra más romántica del siglo XX, para algunos; pero con el
romanticismo y el “No pasarán”, no se ganan guerras.
Quizá, en la que ahora se libra en Ucrania, y que empieza a tener
tantas similitudes con la española, digo solo “quizá”, sería bueno que empezara
a reinar el sentido común y se parara lo que todavía no es un desastre humanitario.
Un ejército bien entrenado en los valores de la
milicia nunca mandaría a los civiles a pelear por lo que ellos no han
podido hacer. Se rendiría de la forma más digna posible, pensando en evitar el
mayor daño posible, la destrucción irremediable y la muerte en cada esquina o
en cada familia. Ya vendrán tiempos mejores, y si la comunidad internacional realmente
se cree lo que piensa, tiempo habrá de hacerle pagar al sátrapa ruso la felonía
que está cometiendo, sin necesidad de invocar a los cuatro jinetes de la
apocalipsis. Porque como dicen en mi tierra: «A cada cerdo le llega su San
Martín».
Otro día hablaremos de por qué es la segunda vez que
occidente “la caga”, con perdón, en Ucrania. Mientras tanto, me pueden llamar gallina.
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