Estos día azules y este sol de la
infancia. Antonio Machado se despidió con estos versos del mundo,
encontrados por su hermano José en uno de los bolsillos de su abrigo. Como si
el recuerdo de su infancia le hiciese soportar los amargos y pocos días de su exilio
en Colliure, cuando su vida y su mundo
se vino abajo tras tener que abandonar España, ante la ya inevitable victoria
del fascismo en la Guerra Civil. Un mes de derrota política, y sobre todo
personal, por el desmoronamiento de todos aquellos valores que había defendido
desde su infancia, en su comportamiento cívico, en sus escritos y en su poesía.
Quién
sabe dónde escribió esos versos. Quizá frente a las barcazas del puerto de
Colliure o en algún recodo del camino que conducía hasta el Castillo de Colliure,
donde estaban presos un grupo de militares republicanos españoles; o quizá en
el silencio de su habitación, en el hotel
Quintana, junto a la cama donde su madre yace ajena al mundo que la
rodea.
La
soledad del alma, la tristeza, la ruina intelectual que se cierne sobre él y el
agravamiento de su enfermedad pulmonar, acaban con su vida el 22 de febrero, en
aquella habitación del hotel, que con tanto cariño le había acogido.
En
mi novela “Nunca seremos los mismos”
(Unaria Ediciones. 2013) vivimos la desazón por abandonar España: “Yo debería quedarme –dijo de repente
dirigiéndose a Manuel-. A mí ya la vida me puede ofrecer poco, pero ellos…
–señalaba con el dedo más allá de los cristales- son la fuerza que tiene que
restituir la libertad en este país, hacer que la República no caiga en el
olvido y la ignominia”, de ese último mes de Antonio Machado,
las peripecias del exilio y su repentino
desinterés por la vida.
Machado deja de
existir y el mundo que le había acompañado se convulsiona, se retuerce en su
impotencia y la tristeza por la pérdida del hombre, del poeta, del símbolo.
Reproduzco aquí esas horas fatales de su muerte y entierro, tal como aparecen
en “Nunca seremos los mismos”, como homenaje a Antonio Machado, en el ochenta
aniversario de su muerte:
El
día 22 por la mañana la salud de Machado había entrado ya en absoluta
bancarrota, y reunidos todos los que cabían en el comedor del hotel, solo
esperaban la noticia fatal. El ambiente era de suma tristeza, esas eran las
palabras con las que Manuel definiría años más tarde la situación que se vivía
en aquel salón. Él, por deseo expreso de la familia, era una de las pocas
personas que podían entrar en la habitación del poeta y su madre, una
habitación en la que se respiraba una calma casi de otro mundo. Manuel subía
regularmente a comprobar que Machado todavía seguía allí, que su amigo no había
sucumbido a los estertores de la muerte y seguía vivo en aquella habitación de
paredes blancas, invadida por un gris invernal que se colaba por la ventana,
evocando los versos que Machado escribiera:
“Una tarde parda y fría/de invierno. Los colegiales/estudian.
Monotonía/de lluvia tras los cristales.” Una lluvia, que se estrellaba contra
los cristales de la ventana, pugnando con estos por asistir al óbito del gran
poeta. Al lado de la cama de Machado estaba la de doña Ana, ya en coma
irreversible, que a Manuel le pareció respiraba más agitadamente de lo
habitual. ¿Estaría doña Ana, guardiana silenciosa de su hijo, percibiendo lo
que estaba sucediendo? Esa pregunta le rondó en la cabeza a Manuel muchos años,
como un fantasma que siempre se desvanecía en el momento justo de responderla.
A las 15:30 horas, Manuel se encontraba
en la entrada del hotel con un grupo, cada vez más numeroso, de gente del
pueblo, y republicanos españoles que empezaban a llegar de muchos rincones del país, enterados de la
grave enfermedad del poeta. Jacques
Baills, con los ojos enrojecidos, bajó y le comunicó que el poeta acababa de
morir. El silencio entre los asistentes fue demoledor, tan intenso que nada, ni
siquiera el río, que parecía haberse secado, perturbó esos primeros instantes
de la pérdida de Machado. Ni un grito, ni un suspiro, ni un gesto; el mundo se
acababa de detener para aquellas gentes. La mayoría ni siquiera había llegado a
conocer al poeta en persona, pero sus versos se habían colado con tanta
intensidad en sus vidas, que Machado ya pertenecía al subconsciente personal y
colectivo de cada uno de ellos.
Hacía un mes que Machado había iniciado
el camino del exilio, y su dolor en el alma había sido tan fuerte que nadie
pudo remediarlo, ni siquiera Manuel. Aunque él ya sabía que era una tarea
inútil, que Machado ya había tomado una decisión de difícil marcha atrás. Lo
sabía porque durante varias semanas había sido su confidente, su compañero de
charlas, su colega de paseos, su amigo tardío, por eso se había limitado a
cumplir con su papel de hacerle más llevadero el tiempo que le quedara, de
intentar que durante esos días o semanas fuera un hombre próximo a la felicidad;
vano esfuerzo, porque la profundidad de la herida del hombre era tan grande que
ni siquiera el poeta pudo suturarla.
Aquella tarde, junto con Bernard,
acudió al castillo a informar a los presos, y pudo ver a hombres, como torres
de grandes, llorar desconsoladamente sin disimulo, por la muerte de uno de los
pocos símbolos cercanos que les quedaban, que les hacía más llevadera su cárcel
injusta. Por eso decidieron ser ellos los que transportaran el féretro en su
último viaje. Por eso, esa misma tarde
Manuel y Bernard iniciaron gestiones con las autoridades para conseguir el
permiso necesario que posibilitara que fueran aquellos los que rindieran el
homenaje del ejército republicano al gran poeta fallecido.
Durante la tarde y el día siguiente
fueron llegando mensajes de condolencia, incluido uno muy cariñoso del
Presidente Azaña, que quisieron dar su último adiós a Machado, y personalidades
de la república que querían rendir su último homenaje al poeta. Mientras,
Manuel y los más allegados sacaban el cuerpo en volandas de la habitación, por
encima de la cama de su madre, para instalarlo en otro cuarto del hotel, en
donde se pudiera velar el cuerpo, ya amortajado, del poeta, hasta el entierro
al día siguiente. Esa noche fue muy difícil, pues la muerte de Machado había
surtido un efecto demoledor sobre los asistentes, no solo por el óbito, sino
también por el trago que esta había supuesto, al convertirlos en huérfanos de
un exilio que había tenido como epicentro la humanidad de Antonio Machado.
A las cinco de la tarde del día 23 se
puso en marcha la comitiva fúnebre presidida por José Machado, Julián
Zugazagoitía, el alcalde de Colliuore, representantes de la embajada y otras
altas personalidades de la República. Era un día gris y plomizo, como el ánimo
de los que van acompañando en su último viaje al poeta. No llueve en ese
momento, pero las calles, mojadas por el agua que ha caído durante todo el día,
parecen estar engalanadas de luto, para dar el adiós último a Machado, que es
portado a hombros en un féretro que cubre una bandera de la República, tejida
durante toda la noche por Juliette Figuères, por soldados de la Segunda Brigada
de Caballería del Ejército Español, los mismos a quienes comunicó Manuel el día
anterior la muerte del poeta, en su prisión del castillo. Por fin consiguieron
el permiso, no sin tener que hacer intensas gestiones ante las autoridades
francesas. Detrás van Manuel y Matea,
que se sostiene en el brazo de Juliette Figueres, Paluine Quintana, Jacques
Baills, el general Vicente Rojo, Xirau y su mujer, y toda una extensa comitiva
formada por exiliados españoles, personalidades de la cultura francesa, y en
gran cantidad vecinos de Collioure, impactados por la muerte en su pueblo de
uno de los grandes poetas europeos del siglo.
Tienen que vadear el río Douy, no sin
dificultad por los charcos de agua que acumula, que separa el hotel de la plaza
donde Juliette tiene la mecería, que luce en la puerta un impresionante crespón
negro. Van lentos camino del puerto, con un mar embravecido, que agita las
embarcaciones, en una suerte de saludo marinero al paso del féretro. Al llegar
al Ayuntamiento la comitiva se detiene en su puerta durante unos minutos. Es el
homenaje oficial de Collioure a Machado, sin palabras, solamente las piedras
del edificio consistorial, de las casas que rodean la plaza son testigos mudas
del luctuoso, pero gran acontecimiento, que se está viviendo en la localidad.
En un impresionante silencio que mengua el alma de los asistentes, se produce
un cambio en los porteadores del féretro, cediéndole un puesto a Manuel, que se
despide de esta forma de su amigo, quien ha marcado para siempre su vida. Años
después seguirá recordando ese momento de encontrarse bajo el cuerpo yerto de
Machado, con su mente vacía; nunca le había pasado una cosa así,
quedarse sin pensamientos. Pero era cierto, andaba como un autómata cargando el
féretro con la consciencia nublada por el dolor y la amargura. Nunca, salvo con
Lola, había tenido esa sensación de vacío, hasta que llegaron al cementerio y
depositaron el féretro en un nicho cedido por Marie Deboher, amiga de Pauline
Quintana. Fue un acto sencillo, civil, sin autoridad religiosa, en el que las
palabras de despedida de Julián Zugazagoitia resonaron en el espectral silencio
del cementerio, poniendo fin a la vida en la tierra de Antonio Machado con un
poemilla del propio poeta:
Corazón,
ayer sonoro,
¿ya
no suena
tu
monedilla de oro?
Tras las últimas de palabras del
alcalde Marceau Banyuls, la comitiva se disolvió, dejando atrás al poeta en su
última morada con una sencillísima inscripción en la placa que cerraba el nicho:
ICI REPOSE
ANTONIO MACHADO
MORT EN EXIL
LE 22 FÉVRIER 1939
Enhorabuena por tu artículo, compañero en estas tareas de la escritura....sé feliz...
ResponderEliminarMuchas gracias.
Eliminar