jueves, 21 de febrero de 2019

80ª Aniversario de la muerte de Antonio Machado


Estos día azules y este sol de la infancia. Antonio Machado se despidió con estos versos del mundo, encontrados por su hermano José en uno de los bolsillos de su abrigo. Como si el recuerdo de su infancia le hiciese soportar los amargos y pocos días de su exilio en Colliure, cuando su vida y su  mundo se vino abajo tras tener que abandonar España, ante la ya inevitable victoria del fascismo en la Guerra Civil. Un mes de derrota política, y sobre todo personal, por el desmoronamiento de todos aquellos valores que había defendido desde su infancia, en su comportamiento cívico, en sus escritos y en su poesía.
Quién sabe dónde escribió esos versos. Quizá frente a las barcazas del puerto de Colliure o en algún recodo del camino que conducía hasta el Castillo de Colliure, donde estaban presos un grupo de militares republicanos españoles; o quizá en el silencio de su habitación, en el hotel  Quintana, junto a la cama donde su madre yace ajena al mundo que la rodea.
La soledad del alma, la tristeza, la ruina intelectual que se cierne sobre él y el agravamiento de su enfermedad pulmonar, acaban con su vida el 22 de febrero, en aquella habitación del hotel, que con tanto cariño le había acogido. 
En mi novela “Nunca seremos los  mismos” (Unaria Ediciones. 2013) vivimos la desazón por abandonar España: Yo debería quedarme –dijo de repente dirigiéndose a Manuel-. A mí ya la vida me puede ofrecer poco, pero ellos… –señalaba con el dedo más allá de los cristales- son la fuerza que tiene que restituir la libertad en este país, hacer que la República no caiga en el olvido y la ignominia”, de ese último mes de Antonio Machado, las peripecias del exilio y su repentino  desinterés por la vida.
Machado deja de existir y el mundo que le había acompañado se convulsiona, se retuerce en su impotencia y la tristeza por la pérdida del hombre, del poeta, del símbolo. Reproduzco aquí esas horas fatales de su muerte y entierro, tal como aparecen en “Nunca seremos los mismos”, como homenaje a Antonio Machado, en el ochenta aniversario de su muerte:

El día 22 por la mañana la salud de Machado había entrado ya en absoluta bancarrota, y reunidos todos los que cabían en el comedor del hotel, solo esperaban la noticia fatal. El ambiente era de suma tristeza, esas eran las palabras con las que Manuel definiría años más tarde la situación que se vivía en aquel salón. Él, por deseo expreso de la familia, era una de las pocas personas que podían entrar en la habitación del poeta y su madre, una habitación en la que se respiraba una calma casi de otro mundo. Manuel subía regularmente a comprobar que Machado todavía seguía allí, que su amigo no había sucumbido a los estertores de la muerte y seguía vivo en aquella habitación de paredes blancas, invadida por un gris invernal que se colaba por la ventana, evocando los versos que Machado escribiera:  “Una tarde parda y fría/de invierno. Los colegiales/estudian. Monotonía/de lluvia tras los cristales.” Una lluvia, que se estrellaba contra los cristales de la ventana, pugnando con estos por asistir al óbito del gran poeta. Al lado de la cama de Machado estaba la de doña Ana, ya en coma irreversible, que a Manuel le pareció respiraba más agitadamente de lo habitual. ¿Estaría doña Ana, guardiana silenciosa de su hijo, percibiendo lo que estaba sucediendo? Esa pregunta le rondó en la cabeza a Manuel muchos años, como un fantasma que siempre se desvanecía en el momento justo de responderla.
         A las 15:30 horas, Manuel se encontraba en la entrada del hotel con un grupo, cada vez más numeroso, de gente del pueblo, y republicanos españoles que empezaban a llegar de  muchos rincones del país, enterados de la grave enfermedad del  poeta. Jacques Baills, con los ojos enrojecidos, bajó y le comunicó que el poeta acababa de morir. El silencio entre los asistentes fue demoledor, tan intenso que nada, ni siquiera el río, que parecía haberse secado, perturbó esos primeros instantes de la pérdida de Machado. Ni un grito, ni un suspiro, ni un gesto; el mundo se acababa de detener para aquellas gentes. La mayoría ni siquiera había llegado a conocer al poeta en persona, pero sus versos se habían colado con tanta intensidad en sus vidas, que Machado ya pertenecía al subconsciente personal y colectivo de cada uno de ellos.
         Hacía un mes que Machado había iniciado el camino del exilio, y su dolor en el alma había sido tan fuerte que nadie pudo remediarlo, ni siquiera Manuel. Aunque él ya sabía que era una tarea inútil, que Machado ya había tomado una decisión de difícil marcha atrás. Lo sabía porque durante varias semanas había sido su confidente, su compañero de charlas, su colega de paseos, su amigo tardío, por eso se había limitado a cumplir con su papel de hacerle más llevadero el tiempo que le quedara, de intentar que durante esos días o semanas fuera un hombre próximo a la felicidad; vano esfuerzo, porque la profundidad de la herida del hombre era tan grande que ni siquiera el poeta pudo suturarla.
         Aquella tarde, junto con Bernard, acudió al castillo a informar a los presos, y pudo ver a hombres, como torres de grandes, llorar desconsoladamente sin disimulo, por la muerte de uno de los pocos símbolos cercanos que les quedaban, que les hacía más llevadera su cárcel injusta. Por eso decidieron ser ellos los que transportaran el féretro en su último viaje. Por eso, esa  misma tarde Manuel y Bernard iniciaron gestiones con las autoridades para conseguir el permiso necesario que posibilitara que fueran aquellos los que rindieran el homenaje del ejército republicano al gran poeta fallecido.
         Durante la tarde y el día siguiente fueron llegando mensajes de condolencia, incluido uno muy cariñoso del Presidente Azaña, que quisieron dar su último adiós a Machado, y personalidades de la república que querían rendir su último homenaje al poeta. Mientras, Manuel y los más allegados sacaban el cuerpo en volandas de la habitación, por encima de la cama de su madre, para instalarlo en otro cuarto del hotel, en donde se pudiera velar el cuerpo, ya amortajado, del poeta, hasta el entierro al día siguiente. Esa noche fue muy difícil, pues la muerte de Machado había surtido un efecto demoledor sobre los asistentes, no solo por el óbito, sino también por el trago que esta había supuesto, al convertirlos en huérfanos de un exilio que había tenido como epicentro la humanidad de Antonio Machado.
         A las cinco de la tarde del día 23 se puso en marcha la comitiva fúnebre presidida por José Machado, Julián Zugazagoitía, el alcalde de Colliuore, representantes de la embajada y otras altas personalidades de la República. Era un día gris y plomizo, como el ánimo de los que van acompañando en su último viaje al poeta. No llueve en ese momento, pero las calles, mojadas por el agua que ha caído durante todo el día, parecen estar engalanadas de luto, para dar el adiós último a Machado, que es portado a hombros en un féretro que cubre una bandera de la República, tejida durante toda la noche por Juliette Figuères, por soldados de la Segunda Brigada de Caballería del Ejército Español, los mismos a quienes comunicó Manuel el día anterior la muerte del poeta, en su prisión del castillo. Por fin consiguieron el permiso, no sin tener que hacer intensas gestiones ante las autoridades francesas. Detrás van  Manuel y Matea, que se sostiene en el brazo de Juliette Figueres, Paluine Quintana, Jacques Baills, el general Vicente Rojo, Xirau y su mujer, y toda una extensa comitiva formada por exiliados españoles, personalidades de la cultura francesa, y en gran cantidad vecinos de Collioure, impactados por la muerte en su pueblo de uno de los grandes poetas europeos del siglo.
         Tienen que vadear el río Douy, no sin dificultad por los charcos de agua que acumula, que separa el hotel de la plaza donde Juliette tiene la mecería, que luce en la puerta un impresionante crespón negro. Van lentos camino del puerto, con un mar embravecido, que agita las embarcaciones, en una suerte de saludo marinero al paso del féretro. Al llegar al Ayuntamiento la comitiva se detiene en su puerta durante unos minutos. Es el homenaje oficial de Collioure a Machado, sin palabras, solamente las piedras del edificio consistorial, de las casas que rodean la plaza son testigos mudas del luctuoso, pero gran acontecimiento, que se está viviendo en la localidad. En un impresionante silencio que mengua el alma de los asistentes, se produce un cambio en los porteadores del féretro, cediéndole un puesto a Manuel, que se despide de esta forma de su amigo, quien ha marcado para siempre su vida. Años después seguirá recordando ese momento de encontrarse bajo el cuerpo yerto de Machado,  con su mente  vacía; nunca le había pasado una cosa así, quedarse sin pensamientos. Pero era cierto, andaba como un autómata cargando el féretro con la consciencia nublada por el dolor y la amargura. Nunca, salvo con Lola, había tenido esa sensación de vacío, hasta que llegaron al cementerio y depositaron el féretro en un nicho cedido por Marie Deboher, amiga de Pauline Quintana. Fue un acto sencillo, civil, sin autoridad religiosa, en el que las palabras de despedida de Julián Zugazagoitia resonaron en el espectral silencio del cementerio, poniendo fin a la vida en la tierra de Antonio Machado con un poemilla del propio poeta:
                            Corazón, ayer sonoro,
¿ya no suena
tu monedilla de oro?

         Tras las últimas de palabras del alcalde Marceau Banyuls, la comitiva se disolvió, dejando atrás al poeta en su última morada con una sencillísima inscripción en la placa  que cerraba el nicho:
ICI REPOSE
ANTONIO MACHADO
MORT EN EXIL
LE 22 FÉVRIER 1939

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