¿Merece
el mundo una guerra después de haber pasado una gran pandemia que no solo ha
puesto en jaque la economía, sino que, y esto es quizá más importante, ha
colocado a sus habitantes al borde de colapso social y sanitario, sumiéndonos
en una situación de desconcierto intelectual, moral, psicológico, y espiritual,
que está descolocando todos nuestros referentes y provocando una gran crisis de
identidad colectiva e individual? Es una pregunta bastante larga y retórica,
porque la inmensa mayoría de la población daríamos una única contestación: NO.
Porque
lo que ahora necesitamos es un periodo de calma y sosiego, que nos permita
pensar y reflexionar hacia dónde queremos ir. No a enzarzarnos en una disputa,
casi planetaria, dados los actores que están en liza, de la que ninguno de
nosotros va a sacar beneficio, sino más bien desorientación, un sufrimiento
mucho mayor que el provocado por la pandemia, miedo, más desigualdad y, por
tanto, más pobreza.
Entonces
¿a quién beneficia una hipotética guerra o la amenaza de ella? Es una pregunta
que deberíamos hacernos todos y todas, antes de lanzarnos, como ya algunos pretenden,
en los brazos de soflamas de patriotismo barato y banderas desplegadas al viento.
La verdad es que la nómina de beneficiarios se reduce bastante.
Más allá
del oculto interés por desviar la atención a los problemas que están teniendo
algunos líderes mundiales en sus países, léase Boris Johnson y Joe Biden,
necesitados, urgentemente, de un conflicto quien les haga tapar la mala gestión
de sus gobiernos y los escándalos, que se suceden sin solución de continuidad
en el caso del dirigente británico, se esconde la necesidad de un reajuste del capitalismo
mundial, para que los de siempre sigan acumulando riqueza, aunque sea gracias al
sufrimiento que la población, en general, padece en una guerra. Eso sí que es
fatiga social y psicológica.
Fíjense
ustedes que en los últimos 100 años las dos grandes guerras que ha habido en el
mundo han tenido un trasfondo económico, mezclado con soflamas nacionalistas. Y
ahora, el reparto geoestratégico del mundo, que surgió de la Segunda Guerra Mundial,
se está deshaciendo como un azucarillo, en un sociedad que nada tiene que ver
con la de 1940 y unos actores nuevos que reclaman su parte del pastel en el
poder mundial y en la economía capitalista.
Ese
mundo de capitalismo globalizado se ha buscado un tonto útil, porque tengo la
sensación de que Rusia y Ucrania en esto son meras fichas de un puzle que están
jugando, principalmente, China y EEUU. En Vladimir Putin han encontrado al
sátrapa perfecto con sueños imperiales; al pequeño dictador que sigue
levantándose cada mañana con el carnet de la KGB en el bolsillo, de un país,
como tantos otros del orden mundial del siglo XX, venido a menos.
No
caigamos en tentaciones de un nacionalismo democrático ya trasnochado en el
siglo XXI. La democracia se tiene que defender, pero no con un guerra, salvo
que se vea en peligro. Pero, me van a permitir que sea un agorero, el peligro
actual no está fuera de sus fronteras, sino dentro. El peligro son aquellos que
utilizan la democracia como pantalla para seguir manteniendo privilegios,
cuando no aumentarlo, ya sean políticos, ricos, religiosos o grandes corporaciones
empresariales. Y de estos, desgraciadamente, está el mundo lleno.
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