Algunos comentaristas decían
sobre la moción de censura en Murcia, que el desenlace había sido un triunfo
del Partido Popular. No voy a negarles la razón, sobre todo cuando la realidad
se analiza con una mirada cortoplacista, abonada el titular de prensa, tan
propia de una sociedad que ha sucumbido al vértigo de lo inmediato, con la
capacidad de mirar más allá velada por las prisas. Y no se la voy a negar,
porque es indudable que conseguir frenar una moción de censura en tan corto
espacio de tiempo, es un éxito sin paliativos.
Sin embargo, el método, la manera
de llegar a ese éxito es lo que hace plantearme si el éxito del Partido Popular
no es una derrota de la democracia. Porque cuando aceptamos que todo vale para
conseguir nuestras metas, algo empieza a oler a podrido en nuestra sociedad.
Damos ya por hecho que el Partido
Popular es una organización corrupta, como se viene demostrando a lo largo de estos últimos años, capaz de todo con tal de conservar el poder o
alcanzarlo. Un Partido que hace mucho tiempo perdió el norte de la democracia;
posiblemente desde que José María Aznar empezó a hablar catalán en privado y a
poner los pies encima de la mesa, como un acto de colegio con el entonces presidente de EE.UU. y las paredes de Génova y
no pudieron soportar más el hedor a pútrido que salía de sus despachos.
El problema empezamos a ser
nosotros como sociedad, que damos como normal estos comportamientos, cada vez
más capaces de extender la corrupción por donde pasan sin que nada suceda ni
nadie se eche las manos a la cabeza. Con un: “los políticos son todos iguales”,
descargamos nuestra mala gana de asumir que en una democracia los ciudadanos
debemos ser exigentes con los comportamientos y las actitudes de la clase
política.
Una sociedad que asume sin
sonrojo, que quien ha sido durante décadas el Jefe del Estado ha devenido en
uno de los mayores corruptos que ha tenido en su seno, no es de extrañar acepte
que un Partido utilice la maquinaria del poder a su alcance para corromperse. Y
no me refiero solo al robo monetario ennegrecido y al fraude fiscal, sino a
comportamientos como el acaecido en Murcia, donde no han tenido apuro para
comprar, casi con luz y taquígrafos, a quienes fuese menester para no perder el
poder regional. Lo que justifica, todavía más si cabe, las razones de
corrupción esgrimidas por los firmantes de la moción de censura.
Es tanto el derroche de
descomposición que alberga una parte de la sociedad en su seno, que encima nos
están haciendo creer que toda esa operación ha sido un éxito para el PP, y que
los malos son quienes han tratado de poner freno a una situación que en cualquier
democracia, no sé si plena, pero sí normal, habría resultado un escándalo
mayúsculo, imposible de digerir.
Pero no solo es Murcia. En Madrid
la actitud trumpista de su presidenta; personaje al que se le ha dado un poder
enorme y que ella utiliza como si fuera un juguete, confirma que “todo vale si
creo que me va a beneficiar” y convoca elecciones en la Comunidad más castigada
de toda España por la pandemia, solo porque a ella le parece que puede seguir su
deriva de ingobernabilidad hacia la extrema derecha, sin que nadie le ponga un
palo en las ruedas. Claro, que en este caso, a diferencia de los murcianos, los
madrileños sí van a tener la oportunidad de decir ¡basta!, y acabar con 25 años
de corrupción, experimentos de capitalismo salvaje y gobernantes ensimismados
en su burbuja de poder.
España no se merece dirigentes ni
Partidos ajenos a las necesidades de la gente, por eso cualquier éxito político
que está salpicado de corrupción debe ser rechazado para que no se convierta en un fracaso de la
democracia.
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