Imagen: Autor desconocido
Publicado en Levante de Castellón el 21 de octubre de 2016
El acoso escolar se está
convirtiendo en un problema social de primera envergadura, al que se le están
dando respuestas tibias por parte del Estado y los poderes públicos que lo
representan, corriendo el peligro de cronificarse como un mal al que sólo se le
presta atención cuando algún caso de violencia salta a los medios de
comunicación, al igual que la violencia de género. Ambos tiene mucho que ver
con unos códigos de conducta que distan mucho de alejarse de ese machismo
atávico de nuestra sociedad, que marcas las reglas del juego apoyándose en la
Ley del más fuerte y en el sentido de propiedad sobre los débiles.
Todos
hemos visto acoso en el colegio, da igual que seamos cincuentones o
treintañeros, porque ese comportamiento chulesco de humillación a quien la
manada no considera como ellos, es decir, lo sitúa en un plano inferior, y por
tanto, se le puede insultar, vejar, pegar y maltratar, es viejo, tanto como
gregarios somos los humanos. También hemos visto cómo las autoridades escolares
miraban para otro lado, los padres y madres le quitaban importancia, cuando se
enteraban, y el Estado… este asunto no era objeto de su interés. Sin embargo ha estado siempre ahí, de muchas
formas, no sólo condensado en la violencia física, quizá esta sea sólo la punta
de un iceberg muy profundo. El aislamiento, la soledad, el ninguneo, la
humillación el desprecio… han marcado la infancia y la adolescencia de muchos
niños y niñas, dejando una huella en su subconsciente difícil de borrar.
Por
eso, no creo que hoy haya más violencia escolar que antes, simplemente que
ahora se conoce más. Hace años cuando un adolescente intentaba suicidarse, el
último lugar al que se señalaba como posible causa de ese estado de
desesperación tan grande que lleva a un chico o chica a quitarse la vida, era
la escuela. Incluso el síndrome de culpa que desarrollan los acosados, al igual
que las mujeres maltratadas, impide visualizar que los malos son quienes
ejercen la violencia sobre uno, asumiendo el maltratado la culpa de ese acoso.
Lo
triste es que hoy, lo que más nos escandaliza no es el acoso en sí mismo, que
como ya he dicho no es, en la mayoría de los casos, tangible para la sociedad
-y ya saben que lo que no se ve, no existe-,
sino la bravuconada de grabarlo en el móvil, para luego hacer pública la
fechoría de la paliza, lo que aumentara el prestigio del acosador en la manada
que le sigue en las redes sociales, a costa de ampliar, todavía más si cabe, la
humillación del acosado, para hacerle caer en un pozo de aniquilación de la
autoestima y vacío social del que resultará muy difícil salir.
¿Y
qué hacen la escuela y los poderes públicos? Nada. Afectos prácticos nada, como
estamos viendo en los últimos tiempos. Primero el colegio da una respuesta corporativa,
de defensa, no vaya a ser que una “idiotez cosa de críos” sea objeto de
sanciones o acabe con la carrera de algún director, y luego las autoridades
salen proclamando sus habituales lugares comunes; palabras que se acabaran
perdiendo en el saco roto de su inoperancia.
Estamos
a tiempo para que la sociedad, en su conjunto, empiece a tomarse en serio un
problema que es grave y muy oculto ¿Alguno de ustedes o algún dirigente
político que tenga hijos adolescentes, sabe realmente si estos están a salvo
del acoso? Hay que intervenir, con guante blanco ante quienes lo sufren, y con
mano dura para quienes lo ejercen o lo consienten. Nuestra sociedad exige
cambios drásticos en los comportamientos para que sea más justa, y uno de ellos
y muy principal, es acabar con las actitudes machistas, por las que el fuerte
tiene la potestad de comerse al débil.
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