Publicado en Levante de Castellón el 12 de Febrero de 2016
No son pocas
las voces que sostienen que estamos entrando en la II Transición. No les falta
parte de razón, si nos atenemos a una visión muy simplificada de la situación
en la que se encuentra España desde hace ya unos años. Pero la realidad es que
detrás de ese anuncio de nueva Transición, hay un problemática mucho más
compleja, y no por invocarla se van a solucionar los grandes retos que tiene
planteada la sociedad, como si del
bálsamo de Fierabrás se tratase, en
auxilio de todas dolencias de los españoles, al igual que alivió las tripas de
Sancho Panza, desocupándolas a placer, cuando su señor don Quijote se la dio a
beber. Una vez que él se había purgado con vómitos y sudores, que le provocaron
un sueño reparador, tras ingerir esa pócima de aceite, vino, sal y romero,
hervida y bendecida en el tiempo de rezar ochenta avemarías, ochenta
padrenuestros, ochenta salves y ochenta credos.
Lo
cierto, es que la realidad de la sociedad española en la actualidad no tiene
nada que ver con la España de hace cuarenta años, y por eso, apelar a la Transición
como un modelo, tiene grandes placas de hielo en las que podemos patinar y
darnos una buena culada. Además, mucho me temo, que la invocación a la
Transición como patrón y guía esconda una celada que trate de reproducir los
mismos errores que se cometieron en aquellos años, de aparcar temas espinosos
para el postfranquismo. Como el de la memoria histórica, que se vetó mientras,
curiosamente, esa derecha que salía de dirigir los últimos años de la dictadura, aceptó una amnistía general,
que tuvo el efecto inmediato de evitar cualquier tentación de sentar a
franquistas en el banquillo, por todos los delitos que ustedes ya conocen. Que
también aparcó una cuestión fundamental, como la organización territorial del
Estado, con un café para todos, que ha traído como consecuencia el crecimiento
de un nacionalismo proindependentista impasable hace cuarenta años.
Además
hemos de tener en cuenta una circunstancia, algo que tras la muerte de Franco
era una reivindicación fundamental para la sociedad española, y que ahora no se
produce. En aquellos años lo esencial era llegar al puerto de la democracia
sorteando todos los temporales que azotaran ese barco que se llamó Transición.
Para lo cual, todo el mundo tuvo que remar con fuerza y generosidad en aquella
empresa común, no exenta del azote de grandes dificultades. Ahora no se da esa
situación, aunque la calidad de nuestra democracia deja mucho que desear.
Sin
embargo, una pregunta siempre me ronda la cabeza ¿Todos remaron igual? Sinceramente
creo que no. La izquierda, principalmente, que representaba a esa parte de la sociedad
española, republicana, laica y democratizada, cedió, a mi juicio, mucho más,
que la derecha postfranquista, en una Constitución que sacrificaba gran parte
de los ideales republicanos de la sociedad y no garantizaba la igualdad,
entendiendo esta en términos de justicia y reparto de la riqueza. Fueron muchas
las cesiones de la izquierda en aquellos años, pero, también hay que decir, que
tuvieron su justificación, porque lo que ahora parece que fue un proceso fácil,
distó mucho de serlo y la democracia no llegó como efecto de un gran pacto
entre los Partidos políticos, como nos quieren hacer ver, al presentar aquellos
años como un modelo de fair play cortesano. Nada más lejos: las reivindicaciones
sociales, la presión popular, los vaivenes en la negociación, la dureza de una
oposición parlamentaria, encabezada por Felipe González, que nos olvidemos, fue
implacable con Adolfo Suárez, hasta conseguir su caída; las huelgas
reivindicando mayores derechos laborales y sindicatos libres, una violencia
extrema –el escritor y periodista Mariano Sánchez, en su libro “La Transición
sangrienta: una historia violenta del proceso democrático en España. 1975-1983”,
cuantifica en 591 las muertes por terrorismo de extrema derecha y extrema
izquierda, represión policial y guerra-, y las fuertes resistencias de lo que
se denominó en aquellos años como el bunker, que estaba formado por importantes
sectores del ejército, la Iglesia, la economía, el aparato recalcitrante del
franquismo y la policía, estuvieron al pie de la calle, haciendo que el proceso
no fuera tan color de rosa cómo hoy lo quieren pintar.
Sin
embargo, y esto es muy cierto, en las conversaciones que he tenido estos días
de atrás con mi amigo, el escritor y periodista Jaime Millás, hemos
reflexionado sobre un principio que sí es perfectamente extrapolable a la
situación actual. Es este el principio del pacto en una sociedad democrática:
no hay democracia si no hay acuerdo entre las partes y una actitud permanente
de negociación. Pues, es en esta cuando se puede integrar a todo el espectro
ideológico de la sociedad, a derecha e izquierda. Y hemos de tener en cuenta
que negociar y pactar es ceder algo en aras de la otra parte. Esta es la única
concordancia que tenemos actualmente con la época de la Transición: la
necesidad del pacto como única fuente de concordancia y progreso. El resto, a
pesar de los cantos de sirena, es puro
teatro, quién sabe si para que no cambie nada.
La
España del siglo XXI es muy diferente a la de los años 70 y 80 del siglo
pasado. La sociedad ha cambiado y una nueva generación empuja para construir el
futuro que ellos tienen que vivir. Fue así hace 40 años, y siempre, en cada
cambio generacional, lo será; es ley de vida. Ahora vivimos en una encrucijada,
pues la crisis y las políticas gubernamentales, insufladas de neoliberalismo
económico en la última década, han provocado la regresión del estado de
bienestar, con el aumento de la desigualdad y el crecimiento de una brecha
social insostenible; además de la destrucción de la cultura, como un bien
social de identidad y progreso. Asimismo, la Constitución muestra síntomas de
agotamiento, y es incapaz de articular soluciones a aquellos problemas que se
orillaron en 1978, en aras de alcázar la democracia, y los nuevos que se
plantean. Así, a la gobernabilidad de
país, que acabe con las desigualdades y retorne al camino del estado de
bienestar, hay que añadir la necesaria reforma constitucional, que dé
respuestas a todos los problemas que tenemos los españoles, ya sean
territoriales, de calidad democrática, culturales, económicos, sociales o
políticos.
En
las últimas elecciones, el electorado ha mandado un mensaje nítido a los
Partidos: quiere negociación entre todos y pacto. Pero no nos confundamos, una
cosa es el pacto necesario para las políticas de Estado, entre otras cosas la
reforma de la Constitución, una nueva Ley electoral o de educación, y otra cosa
es la negociación del gobierno, que se debe ajustar, como es de ley en nuestra
democracia, a un juego de mayorías parlamentarias. Y aquí ni se puede jugar a
contentar a todos, ni se pueden levantar barrearas que imposibiliten cualquier
negociación. Que los árboles no impidan a nuestros políticos ver el bosque.
Volviendo
al principio, como en “Sostiene Pereira”, ese libro maravilloso de Antonio
Tabucchi, debajo de la superficie siempre habita el mundo real, ese que nos
ocultan con engaños o miedos, para que sigamos ajenos a los vaivenes del poder,
y ahora, en España, es el momento de salir a la luz y poner sobre el tapete qué
sociedad queremos para transitar por este siglo.
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