Siempre hemos sospechado que la Justicia
(lo escribo con mayúsculas adrede) no es igual para todos. Un mantra que se
repite desde el poder para camuflar que hay una justicia para ricos, otra para
clases medias y otra para pobres, aunque en este caso sería más correcto decir
que los pobres sólo tienen la justicia de los ricos. Es el signo de los tiempos
desde que las clases altas de la sociedad entendieron que nunca llegarían a
mantener su poder y sus riquezas sin un buen soporte de la judicatura. Si las
leyes, gracias al sueño de una legislación democrática ya no se pueden hacer,
descaradamente, en favor suyo, lo más práctico es que jueces y fiscales se
dediquen a interpretarlas en favor del poder antiguo y nuevo cuando lo necesiten.
Sobre esta gran mentira de una Justicia justa y ecuánime podríamos poner
infinitos casos que se han venido reproduciendo a lo largo de la Historia sin
solución de continuidad, desde Babilonia hasta nuestros días; desde el lejano
Oriente hasta el cercano Occidente. Muy diversos casos que siempre han tenido
un denominador común: una justicia que defiende a los poderosos, con todos los
resortes del Estado.
Aun así, en la democracia liberal hemos
albergado la esperanza de que la judicatura hiciera caso a su juramento y se
atuviera a un modo de comportamiento equilibrado e imparcial, en donde las
leyes se hacen cumplir sin procurar un beneficio partidista o económico. Un
juramento, que en el caso de España, no creo que sea muy diferente al del resto
de las democracias liberales de nuestro entorno, dice así: «Juro (o prometo)
guardar y hacer guardar la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico,
lealtad a la Corona, administrar recta e imparcial justicia y cumplir mis
deberes judiciales frente a todos». Cuando vemos que no se juzga igual a un
banquero que a un ratero de poca monta, o se aplica la ley de forma implacable
contra sindicalistas o activistas sociales y, por contra, los políticos afines
al poder judicial son tratados con guante blanco y mucha laxitud en las penas,
gracias a despachos de abogados regados de dinero para dar cierta sensación de
que el sistema tiene garantías, algo no funciona, pero preferimos hacer la vista
gorda, en virtud de pensar que atacar al poder judicial es un atentado contra
uno de los pilares básico de la democracia.
Sin embargo, lo que vienen sucediendo en
los últimos años con la judicatura echada al monte en la defensa a ultranza del
poder de los privilegiados, no tiene parangón. La utilización de los tribunales
para deslegitimar a un gobierno que no les gusta, o admitir como válidas
denuncias que no tienen ningún soporte probatorio, o ser cómplices de campañas
de difamación, basadas en mentiras, poniendo a disposición de los difamadores
todos los recursos procesales a su alcance, es el síntoma que debería hacernos
ver hasta qué punto la judicatura, en su conjunto, está enferma, por no decir
podrida. Que muchos jueces, fiscales y letrados han decidido colgar su
juramento de imparcialidad y justicia para todos, lanzándose a una carrera
desenfrenada, que sólo puede conducir al desprestigio de la democracia,
tendiendo un puente de plata al fascismo.
Todos los estamentos de la democracia
tienen contrapesos que impiden sus desmanes, pero al poder judicial, como en
los mejores tiempos de la Inquisición, no hay nada que lo frene, que lo haga no
descarrilar de la senda de una justicia democrática. Incluso quieren más
endogamia, cuando reclaman que los órganos de gobierno de la Judicatura sean
elegidos por ellos mismos. Así, el círculo se cierra, convirtiéndose en un
poder intocable, ajeno a las normas de control y rendimiento de cuentas de
cualquier democracia liberal.
A fin de cuentas, como en algún momento
escribió el Marqués de Sade: “La ley solo existe para los pobres;
los ricos y los poderosos la
desobedecen cuando quieren, y lo hacen sin recibir castigo porque
no hay juez en el mundo que
no pueda comprarse con dinero”.
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