lunes, 25 de noviembre de 2024

El fétido olor de la judicatura

 


Siempre hemos sospechado que la Justicia (lo escribo con mayúsculas adrede) no es igual para todos. Un mantra que se repite desde el poder para camuflar que hay una justicia para ricos, otra para clases medias y otra para pobres, aunque en este caso sería más correcto decir que los pobres sólo tienen la justicia de los ricos. Es el signo de los tiempos desde que las clases altas de la sociedad entendieron que nunca llegarían a mantener su poder y sus riquezas sin un buen soporte de la judicatura. Si las leyes, gracias al sueño de una legislación democrática ya no se pueden hacer, descaradamente, en favor suyo, lo más práctico es que jueces y fiscales se dediquen a interpretarlas en favor del poder antiguo y nuevo cuando lo necesiten. Sobre esta gran mentira de una Justicia justa y ecuánime podríamos poner infinitos casos que se han venido reproduciendo a lo largo de la Historia sin solución de continuidad, desde Babilonia hasta nuestros días; desde el lejano Oriente hasta el cercano Occidente. Muy diversos casos que siempre han tenido un denominador común: una justicia que defiende a los poderosos, con todos los resortes del Estado.

Aun así, en la democracia liberal hemos albergado la esperanza de que la judicatura hiciera caso a su juramento y se atuviera a un modo de comportamiento equilibrado e imparcial, en donde las leyes se hacen cumplir sin procurar un beneficio partidista o económico. Un juramento, que en el caso de España, no creo que sea muy diferente al del resto de las democracias liberales de nuestro entorno, dice así: «Juro (o prometo) guardar y hacer guardar la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico, lealtad a la Corona, administrar recta e imparcial justicia y cumplir mis deberes judiciales frente a todos». Cuando vemos que no se juzga igual a un banquero que a un ratero de poca monta, o se aplica la ley de forma implacable contra sindicalistas o activistas sociales y, por contra, los políticos afines al poder judicial son tratados con guante blanco y mucha laxitud en las penas, gracias a despachos de abogados regados de dinero para dar cierta sensación de que el sistema tiene garantías, algo no funciona, pero preferimos hacer la vista gorda, en virtud de pensar que atacar al poder judicial es un atentado contra uno de los pilares básico de la democracia.

Sin embargo, lo que vienen sucediendo en los últimos años con la judicatura echada al monte en la defensa a ultranza del poder de los privilegiados, no tiene parangón. La utilización de los tribunales para deslegitimar a un gobierno que no les gusta, o admitir como válidas denuncias que no tienen ningún soporte probatorio, o ser cómplices de campañas de difamación, basadas en mentiras, poniendo a disposición de los difamadores todos los recursos procesales a su alcance, es el síntoma que debería hacernos ver hasta qué punto la judicatura, en su conjunto, está enferma, por no decir podrida. Que muchos jueces, fiscales y letrados han decidido colgar su juramento de imparcialidad y justicia para todos, lanzándose a una carrera desenfrenada, que sólo puede conducir al desprestigio de la democracia, tendiendo un puente de plata al fascismo.

Todos los estamentos de la democracia tienen contrapesos que impiden sus desmanes, pero al poder judicial, como en los mejores tiempos de la Inquisición, no hay nada que lo frene, que lo haga no descarrilar de la senda de una justicia democrática. Incluso quieren más endogamia, cuando reclaman que los órganos de gobierno de la Judicatura sean elegidos por ellos mismos. Así, el círculo se cierra, convirtiéndose en un poder intocable, ajeno a las normas de control y rendimiento de cuentas de cualquier democracia liberal.

A fin de cuentas, como en algún momento escribió el Marqués de Sade: “La ley solo existe para los pobres; los ricos y los poderosos la desobedecen cuando quieren, y lo hacen sin recibir castigo porque no hay juez en el mundo que no pueda comprarse con dinero”.  

      

 


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