Escribía
San Agustín, allá por el siglo V: “La soberbia no es grandeza sino hinchazón;
parece grande pero no está sano”. Al leer esta cita no puedo dejar de
pensar en Isabel Díaz Ayuso y su comportamiento habitual frente a todo lo que
no le agrada, pero sobre todo, en ese ejercicio de soberbia y desprecio que
tiene contra las víctimas del COVID 19 en las residencias de mayores. No puede
soportar que las 7.291 personas muertas por falta de atención médica decretada
por el gobierno que preside y los famosos protocolos de la muerte, la señalen
con el dedo acusador por su falta de empatía ante unas personas que, posiblemente,
se habrían salvado de morir, si no todas, muchas de ellas, si hubieran recibido
la atención médica adecuada, bien en los hospitales, bien en las residencias,
si estas hubieran sido medicalizadas, como se debería haber hecho de no haber
estado gobernando en Madrid la peor persona que podía estar haciéndolo.
“Si
total se iban a morir igual, mejor que se quedaran donde estaban”, vino a
decir en su entrevista de El Mundo el 10 de mayo de 2020. A partir de ahí todo
ha ido a peor en su desfachatez cada vez que ha tenido que exculparse de su
comportamiento, potencialmente homicida. Porque la Sra. Ayuso no es capaz de dar
una explicación lógica y humanitaria sobre por qué dejó morir a miles de
ancianos en unas residencias que dependían de ella y su gobierno. Y entonces,
aflora la soberbia de quien se cree por encima del resto de los mortales. De
quien se siente respaldada por los tribunales madrileños -decenas de demandas
son sistemáticamente desestimadas por una justicia que en Madrid está al servicio
de la presidenta de la Comunidad, tal como podemos observar cada vez que entra
en un juzgado algo contra ella, sea de la índole que sea-. Soberbia de quien
tiene que ocultar que la muerte de 7.291 personas no es sólo imputable a la
fatalidad del coronavirus. ¿Cuántas de las que murieron en las residencias se
podrían haber salvado si se las hubiera atendido?
Según
el informe de la Comisión Ciudadana de la Verdad se podrían haber salvado
alrededor de 4.600 fallecidos, entre otras cosas porque no es cierto que en los
hospitales no hubiera camas. Otro informe, del que fuera Director de Coordinación
Sociosanitaria de Díaz Ayuso, dice que estaban ocupadas 44.000 camas de las
52.000 disponibles. Pero la presidenta madrileña prefirió destinar los recursos
que tenía a la propaganda y la construcción de un hospital que nadie reclamaba,
el Isabel Zendal, pero que le posibilitó muchas fotos manchadas de sangre.
Isabel
Díaz Ayuso, en una huida hacia adelante para tapar sus miserias como gobernanta
y como persona, para no reconocer que se equivocó teniendo que asumir su
responsabilidad en aquellas muertes, está muy nerviosa, porque no consigue deshacerse
de una pesadilla que la persigue allá donde vaya. De la falta de empatía y el
disimulo, ha pasado al insulto macarra, propio de una navajera de la política;
al desprecio zafio de quienes le recuerdan cada día, que 7.291 muertes no se
pueden ocultar bajo las alfombras corrompidas de su despacho en la Puerta del
Sol. Es tan soberbia que, al final, acabará culpando los familiares de las víctimas
de la muerte de sus parientes, por el motivo que se le pase por la cabeza a
ella o al Rasputín de su asesor —ya ha tenido la caradura de reclamar 1.000 € a
muchos familiares que perdieron a sus mayores durante la pandemia en las
residencias-. Pero como bien expresa el refranero: “A cada cerdo le llega su
San Martín”, y ella, antes o después, se tendrá que enfrentar a la infamia
de sus actos y a la soberbia que la define como persona y acabará haciéndola
prescindible como política.
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