Escribía
Baltasar Garzón en enero de 2022 lo siguiente en su blog: “Nada une más que
tener un enemigo común”. Esta aseveración es una certeza que nadie pone en
cuestión y si miramos retrospectivamente a lo largo de nuestro pasado, lo que
ha cohesionado a los pueblos es el miedo de sentirse amenazados. Sin embargo,
habría que distinguir entre una amenaza cierta, a saber: la invasión de un país
extranjero, o el propio cambio climático que está a punto de mudar nuestras
vidas; y las amenazas construidas falsamente, en donde se tiene que crear ese
enemigo común para servir intereses de clase, ideológicos, económicos o
religiosos. La historia, desgraciadamente, ha transitado a veces con
consecuencias nefastas, mucho más en torno a la amenaza construida sobre
mentiras muy bien elaboradas y propagadas, -de todos es sabido que “una mentira si se repite
suficientemente acaba convirtiéndose en una verdad”, como apuntó Joseph
Goebbels en sus 11 Principios de la Propaganda Nazi-, que por enemigos externos
que sí suponían una amenaza real.
La
historia de la humanidad es una sucesión de migraciones. Desde que apareció
Lucy, como primer homínido del que tenemos constancia, que vivió hace más de
tres millones de años, la rueda de las migraciones no ha parado de girar hasta
nuestros días. Todos, sin excepción, somos descendientes de algún inmigrante.
Migrantes, que se asientan en un territorio y con el paso del tiempo y
generaciones se convierten en nativos, hasta que por determinadas
circunstancias, que no ha lugar enumerar aquí, vuelven a ser emigrantes y la
rueda nunca deja de dar vueltas.
En
el siglo XXI, les toca a todos aquellos que huyen de sus países acosados por el
hambre, la guerra, la muerte y la peste, como siempre ha sido. Los Cuatro
Jinetes de la Apocalipsis, en definitiva, como causa de que millones de
personas tengan que dejar su hogar, su familia, sus amigos, su cultura, su
territorio o su forma de vida. Ahora son estos, pero por los mismos motivos
emigramos los europeos durante los siglos XIX y XX a América o los españoles
durante la segunda mitad del siglo pasado a los países ricos de Europa.
No
ha habido una sola migración que no haya sufrido el desprecio, la explotación o
la acusación de fomentar la delincuencia, con alguna salvedad, quizá en las
emigraciones de españoles a Sudamérica, en donde fueron más o menos bien
recibidos, integrándose relativamente pronto en la sociedad, posiblemente por
razones de hermandad histórica. No fue así como se recibió a aquellos que desde
los años sesenta del siglo pasado tuvieron que emigrar a Centroeuropa, donde el
trato fue, en muchos casos, vejatorio, acusándoles de conflictivos, sucios y
acosadores de mujeres, igual que ahora se culpa a los inmigrantes que vienen de
diferentes latitudes.
El
desprecio a los inmigrantes tiene una raíz de clase, que hace a unos ser buenos
migrantes y a otros malos. Es una división que se fundamenta en la aceptación,
cuando no el buen recibimiento, del migrante rico. En España, incluso, se les
ha concedido un visado de oro o carta de residencia inmediata, si compraban una
casa de más de 500.000 €. En contraposición, al inmigrante pobre se le ponen
todas las trabas administrativas y políticas posibles, para impedir que se
asienten en el país o para disuadir que otros vengan. Aunque esas trabas tienen
mucho que ver con una parte del mercado laboral que se nutre de mano de obra
barata y explotada, que sólo encuentra en una inmigración ilegal, sin derechos
y con la Espada de Damocles de la expulsión sobre sus cabezas.
Volviendo
al principio: ¿En qué apartado podríamos incluir el asunto de la inmigración,
que según algunos grupos ideológicos es la mayor amenaza que tiene la sociedad
española y europea? Ateniéndonos a los datos ofrecidos por las instituciones
oficiales, no parece que haya un grave problema con la inmigración, más bien
una oportunidad de progreso; además si nos atenemos a los bajísimos índices de
natalidad que se están produciendo en las últimas décadas, parece hasta
necesaria; en el modelo de sociedad que tenemos la reposición de la población
es fundamental para poder asegurar el estado de bienestar de la población.
Es
obvio que, quienes están detrás de la demonización de la inmigración no sólo
son xenófobos, racistas y supremacistas sino que tienen intereses ideológicos
muy definidos y próximos a un nacionalismo posfascista, entendiendo este como
la adaptación del fascismo de entreguerras, a los tiempos posmodernos que
definen la sociedad democrática actual. Pensamiento que ha calado con fuerza en
la extrema derecha, contaminando a la derecha tradicional, ya sea conservadora
o liberal, e incluso a una parte de la izquierda. También las políticas de
endurecimiento contra la inmigración se sustentan sobre la supervivencia de una
cierta clase política, que ahora han encontrado en la demonización de los
inmigrantes suficientes argumentos para subsistir en el circo político e
incluso avanzar posiciones electorales.
Cabría
preguntarse, entonces, si la inmigración es un problema, o este se ha creado
artificialmente, siguiendo las pautas marcadas por Joseph Goebbels, para enfrentar
a la sociedad española y europea contra un fantasma que sólo existe en la
mentalidad de los sectores más retrógrados de la sociedad, en los que la
pobreza es el principal motivo de rechazo. Mentalidad que entra en
contradicción con la petición de contratar inmigrantes que algunos sectores
productivos están reclamando, por la falta de mano de obra.
Somos
herederos de Lucy y de las migraciones que salieron de África y poblaron todo
el continente, en el caso europeo, para llegar a donde nos encontramos ahora. Y
no deberíamos permitir que ese ciclo se rompa, con la invención de enemigos
comunes, por intereses que nada tienen que ver con el progreso de los pueblos,
que está íntimamente ligado al intercambio de genes, cultura y descubrimientos
que entre unos y otros hacen que la humanidad avance.
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