Publicado en Levante de Castellón el 27 de abril de 2018
Cada
vez vivimos más instalados en la sociedad de la posverdad, este nuevo concepto
que se define como (copio literalmente« de Wikipedia): mentira emotiva que
describe la distorsión deliberada de una realidad, con el fin de crear y
modelar la opinión pública e influir en las actitudes sociales, en la que los
hechos objetivos tienen menor influencia que las apelaciones a las emociones y
las creencias personales». Si fijamos la atención en lo que sucede a nuestro
alrededor, nos daremos cuenta que no tiene nada que ver con el relato que desde
el poder establecido se nos trasmite a diario desde los medios de comunicación.
La
posverdad no es un concepto nuevo, que haya surgido en el albor del siglo XXI,
se ha repetido, machaconamente, a lo largo de la historia. En la apelación a
las emociones, Hitler pudo modelar el relato de la realidad de los alemanes de
la década de los años 30 del siglo pasado, para convertir a Alemania en un
estado lanzado a una locura asesina, con la única razón de hacer sentirá sus
compatriotas la emoción de creerse una raza superior capaz de conquistar el
mundo. Igualmente, Franco construyó una sociedad de pasiones encendidas contra
aquellos que no aceptaba el relato de una España grande, unida y católica, gracias
a la Iglesia (que de posverdades sabe mucho), que ocultaba la realidad de una
sociedad triste reprimida y ahogada de miseria. La sociedad del “Arriba España”
estaba sobresaturada de emociones con un velo en los ojos.
Ya no importa que la sociedad se haya
empobrecido sin remedio gubernamental ni que la desigualdad de género siga
siendo una de las vergüenzas más grandes, heredades de siglos anteriores. No
importa que la sanidad, la educación y las pensiones estén siendo sometidas al
estrangulamiento económico por quienes deberían sostenerlas, con el único fin
de alcanzar el mayor grado de privatización posible. No entra entre las
preocupaciones de la sociedad que el medio ambiente se esté deteriorando hasta
el punto de poner en peligro nuestras vidas (cuánta gente muere todos los años
por culpa del cambio climático). Hablar del paro resulta cansino, poco
elegante. Cualquier problema que se pueda medir y, por tanto, cuantificar en
cuánto nos afecta, lo que podría poner en peligro las políticas de una clase
dirigente cada vez más preocupada por mantenerse en el poder en vez de
solucionarlos, es ocultado, apartado del relato social y sumido en el olvido
mediático y de nuestras conciencias.
No
nos ha extrañar, por tanto, el crecimiento de los sentimientos nacionalistas,
el resurgir de las creencias religiosas con toda la carga de intolerancia que
las ha caracterizado durante siglos o el enaltecimiento del miedo. Como ven,
todos ellos escarbando en las profundidades de
nuestras emociones, que actúan sobre nuestro comportamiento de una
manera más directa que la razón.
Mientras
la sociedad está ocupada en debates emocionales que nos enfrentan o nos paralizan,
se descompone, se disuelve la democracia en debates estériles y olvida que no
hace mucho, el bienestar era una realidad que podíamos tocar, la justicia y la
igualdad quimeras por las que merecía la pena luchar. Sin embargo, preferimos
enfrascarnos en paleas de banderas, en defensa de simboles nacionalistas o
religiosos, que ocultan lo que de verdad
está sucediendo, lo que podría mejorar nuestra vida, si nos preocupáramos de
buscar soluciones colectivas e individuales leyendo la realidad que nos rodea.
El
poder nos dibuja un escenario siempre favorable a sus intereses: desprestigia
los sindicatos, porque sabe que son estos los que puede canalizar el malestar y
las reivindicaciones de la sociedad, que afectan a nuestra calidad de vida.
Amordaza la democracia con subterfugios legales, porque ésta sólo debe atenerse
a la expresión libre de la ciudadanía. Retuerce la legalidad para ajustarla a
los intereses de su posverdad: negación de la memoria histórica, mientras se
reivindica la memoria de las víctimas del terrorismo; persecución de la
libertad de expresión, para que lo que sucede quede oculto bajo las alfombras
de sus palacios; aprovechar crímenes puntuales de gran impacto social, para
endurecer el código penal; tratar de extender la corrupción que les mina, sobre
el resto de la sociedad, como si todos lleváramos un corrupto dentro; construir
acusaciones fuera de lugar, para justificar un relato ajeno a la realidad. Un
sin fin de comportamientos que van dirigidos a la exaltación emocional de cada
uno de nosotros, para adormecer nuestra
capacidad de observar la realidad con mirada crítica. Es la posverdad que todo lo controla. Goya, con
esa mirada capaz de atravesar el papel celofán que envolvía la realidad de su
siglo, ya lo intuyó en su aguafuerte: “El sueño de la razón produce
monstruos”, o cuando los hombres no oyen
el grito de la razón, todo se vuelve visiones.
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