Imagen: Autor desconocido
El ruido de fondo, cada vez más
intenso, por la proximidad de las nuevas elecciones está silenciando una
multitud de problemas que siguen latentes en la sociedad. Problemas que son de
ida y vuelta, según el espacio libre que tengan los medios de comunicación para
interesarse por ellos, sin que los poderes del Estado pongan un remedio que
pueda dar con su solución.
Me
voy a referir concretamente a la violencia de género. Ese goteo incesante de
muertes semanales, de agresiones físicas y psíquicas, de discriminación laboral
y desigualdad, que las mujeres tienen que sufrir, por el que nos rasgamos las
vestiduras, sobre todo cuando la violencia es tan extrema que tiene como
resultado la muerte. Si nos damos cuenta, en los medios de comunicación,
últimamente sólo se habla de la violencia de género cuando se produce un
asesinato, durante unos segundos, con una planilla fija: información escueta
del suceso, entrevista a algún vecino o vecina de la víctima, imágenes de la
manifestación en la puerta del ayuntamiento de turno y el número de teléfono
sobre expuesto para denunciar la violencia de género, que no deja huella en la
factura. Parece que cumplido el ritual informativo, descargamos la mala
conciencia de lo transigentes que somos con el problema y ya podemos pasar a
otra noticia, hasta que vuelva a saltar en las parrillas informativas la muerte
de otra mujer.
Pero no son los medios de comunicación los
únicos responsables de esta violencia que nunca llega a avergonzarnos lo
suficiente, como para decir basta ya y exigir medidas contundentes contra el
maltrato, el machismo y la desigualdad de género, que todo suma en esta espiral
violenta contra las mujeres. Hacen falta políticas y recursos económicos. De
nada sirven las buenas intenciones, las palabras graves, los discursos acerados
y los golpes de pecho, si las instituciones, con el gobierno a la cabeza no ponen
encima de la mesa las dotaciones económicas necesarias para ello.
Pero
no sólo se necesita dinero, hay algo más, una pez pegada en lo más profundo
de nuestro acervo cultural, algo que
viene acumulándose en nuestra sociedad desde hace miles de años y ha sido
transmitido de padres a hijos, de madres a hijas, de generación en generación,
en la escuela, en los libros, en la iconografía, en los refranes…, como algo
consustancial a la naturaleza de las cosas. Existe el convencimiento en cada
uno de nosotros, porque así nos lo han transmitido, de que la mujer es un ser
inferior al hombre, y por tanto, aunque ahora se vea con horror la violencia de
género por parte de la mayoría de la sociedad, consentimos la desigualdad y la
discriminación casi sin darnos cuenta. Hacemos leyes en favor de la igualdad
entre hombres y mujeres, para quebrantarlas con la misma facilidad con que
denunciamos la injusticia. A fin de cuentas, más allá de lo políticamente
correcto, a la mujer se la sigue considerando el sostén del guerrero y la parra
fecunda, en palabras de Rouco Varela,
que tiene que asegurar la continuidad de la familia. La violencia de género no
es más que una cuestión de intensidad en al desigualad que provoca
discriminación y dominio de un sexo sobre otro.
No
nos escandalizan las palabras de arzobispo de Valencia Antonio Cañizares cuando llama a los católicos a desobedecer las
leyes contra la violencia de género. Ni su cruzada contra las mujeres que no
aceptan ser fieles esposas, sometidas al imperio del marido y la Iglesia. Nadie
en la Curia Romana ha desautorizado las palabras de Cañizares, quizá porque
comparten el fondo de las mismas, por eso es la Iglesia Católica la institución
que más y mejor discrimina a las mujeres: no se las considera el derecho a
disponer de su vida y su cuerpo; no son aptas para el sacerdocio; las monjas
siguen siendo sirvientas, no solo de Dios, sino también de sus representantes
en la Tierra (damos por sentado que ellas no representan a nadie de la
divinidad). Sería interminable el listado de discriminación de la mujer en la
Iglesia. Una actitud que se transmite a la sociedad, a través de pequeños
comportamientos, lo que se llama hoy micromachismos y la intransigente defensa
de la educación religiosa en valores caducos y machistas, que es el mayor medio
de transmisión de la moral católica que existe en la actualidad, una vez que
las misas se vacían y los púlpitos pierden el papel que antaño tenían.
Históricamente
la Iglesia ha mantenido una actitud hostil hacia la mujer. Desde el principio
de los tiempos con el papel que le asigna la Biblia como portadora del pecado,
que al tentar al hombre, le trae la desgracia de ser expulsado del Paraíso. Una
misoginia que se manifiesta a lo largo de la Edad Media, llegando, incluso, a
discutir si la mujer tenía alma o era un ser inferior: “Una hembra es deficiente y originada sin intención”, decía Santo Tomás.
El
capuchino Jaime de Corella, escribe:
“Aviendo causa legítima, lícito es al
marido castigar, y aun poner manos en su mujer moderadamente a fin de que se
enmiende…” ¿Qué diferencia hay entre estas palabras escritas en el siglo
XVII y le libro “Cásate y se sumisa” de Constanza
Miriano, publicado por el arzobispado de Granada en 2013? ¿Esa actitud de
sumisión que la Iglesia otorga a las mujeres, no es una incitación a no
violentar al hombre y sus normas? ¿No hay violencia de género encubierta cuando
un cura aconseja a una mujer maltratada aguantar esa penitencia por el bien de
su familia? ¿No tiene relación el papel secundario que tienen las mujeres en la
Iglesia, con la discriminación que la sociedad ejerce sobre ellas, que acaba
derivando en una gran desigualdad en todos los ámbitos de la vida?
Al
ínclito obispo de Alcalá de Henares, Reig
Pla, le asusta el feminismo: “El
feminismo ideológico es un paso en el proceso de deconstrucción de la persona”,
dijo en 2014 y le preocupa que gane terreno en la opinión pública y la cultura.
Pensará que es un atentado contra la misoginia de la que hace gala la Iglesia y
contra un modelo de dominación social que se fundamenta en la familia católica,
en donde la mujer ocupa un lugar de transmisora de valores que poco tienen que
ver con la libertad y los derechos individuales.
Con
estos mimbres y las resistencias a cambiarlos, no nos ha de extrañar que la
violencia de género siga siendo un problema de difícil solución, más allá de
las leyes de igualdad, que parecen mariposas revoloteando en torno a un
avispero.
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