Imagen: De la película "El viaje a la Luna" de George Méliès
Publicado en Levante de Castellón el 25 de Julio de 2014
Escrito por González de la Cuesta
Hay
veranos que nunca se olvidan, que permanecen en la memoria de nuestra retina
grabados con el fino cincel que esculpe nuestros recuerdos imperecederos.
Muchos de estos veranos pertenecen a nuestra infancia y adolescencia, cuando
las imágenes de nuestra vida pasan a ser sentimientos que acaban anidando en
los más profundo de nuestro ser. Yo tengo uno que ha perdurado en el tiempo,
inamovible, en blanco y negro, no sé si por que en aquellos años del final de
mi infancia, la vida en España era demasiado gris, incluso para un
preadolescente, o porque el acontecimiento lo viví en la oscuridad de la noche
entre imágenes que se difuminaban del negro al blanco, con una voz de fondo
lejana que parecía venir del mismísimo espacio sideral. Al igual que a Antonio
Muñoz Molina, quizá porque somos de la misma generación, el verano de 1969 es
una época de grandes evocaciones, o mejor dicho, de una gran evocación, que a
él la dio para escribir otra de sus maravillosas novelas “El viento de la
Luna”, que toma como referencia la llegada del Apolo XI al Mar de la
Tranquilidad lunar, para narrarnos los sentimientos de un adolescente en la
sociedad cerrada y rural del franquismo profundo, y la ensoñación que le
produjo ver cómo el astronauta Neil Armstrong hollaba con su bota espacial, por
primera vez, el suelo del satélite que tantas fantasías ha provocado en la
humanidad.
Para mí, el alunizaje del módulo
lunar Eagle, aquella madrugada del 21 de Julio de 1969, y las posteriores imágenes de un paisaje
desolador y nunca horadado por la acción del Hombre, estuvo marcada por un
nerviosa espera delante del televisor, hasta que unos pies, o algo que parecían eran eso, comenzaron a bajar por una
escalera metálica. Las dudas que nos concitaba la mala calidad de las imágenes
quedaron disipadas por la magnífica narración de los hechos que nos hizo Jesús
Hermida, que nos lo contó todo. Es un recuerdo maravilloso, de fiesta nocturna,
desde que mi padre me despertó de madrugada para ver el gran acontecimiento en
el pequeño salón de mi casa, con un calor tórrido, como corresponde a las
buenas noches veraniegas de Madrid. Allí, sentados frente a un televisor
Marconi, que emitía imágenes en blanco y negro de muy mala calidad, pero
suficientes, me sentí un privilegiado de la historia al poder presenciar el
alunizaje en la pantalla de aquella caja llena de válvulas que colaboraban en
aumentar el calor del verano que se respiraba en aquella habitación de mi
infancia. Pude sentir el aliento de la historia, de todos aquellos que habían
soñado con la Luna, desde que los griegos la hicieron diosa y la llamaron
Selene; diosa que se enamoró de la belleza del joven pastor Endimión, mientras
este dormía un una cueva, y tras rogarle a Zeus que le concediera el sueño eterno,
lo visita todas las noches para la eternidad.
Los hombres siempre han mirado
la Luna con fascinación y respeto. En la Edad Media se pensaba que era un gran
espejo en el que se reflejaba nuestro planeta, la tierra en su blancura y los
mares en la oscuridad de sus cráteres. Una visión muy teocéntrica, como no
podía ser de otra manera en el cristianismo medieval, que no compartía el
islam, que veía en la Luna una fuente de inspiración romántica y sensual. Así
el poeta andalusí Shakir Wa’el, escribe hacia mediados del siglo XIII,
enamorado de una concubina del harem de Mahomed I en Granada: “Con el sigilo de la Luna en el estanque/me
sumergí en el silencio de tu amor./No lo denunció el vigía de la noche/pero tú
lo percibiste en la oscuridad”. La Luna siempre como evocación de nuestro
hedonismo amoroso, incluso en las calurosas noches de El Sueño de Una Noche de
Verano de W. Shakespeare, cuando Teseo, deseoso de casarse con Hipólita, se
lamenta de las noches que faltan para la nueva Luna: “Bella Hipólita, nuestra hora nupcial/ya se acerca: cuatro días
gozosos/traerán otra Luna. Mas ¡ay que despacio/mengua ésta! Demora mis
deseos,/semejante a una madrastra o una viuda/que va mermando la herencia de un
joven.”
Pero más allá de la ciencia que trata de desvelar sus
secretos, del misterio que oculta el rostro que no vemos, la Luna es una
revelación de amor, que hacía a “ese toro enamorado de la Luna”, que cantaba
Bambino, abandonar cada noche la maná; o al poeta de cuyo nombre no quiero
acordarme, derramar sobre su amada el deseo de besarla, incluso al precio de
abandonar la Luna que le había acogido en sus largas noches de insomnio: “Bajaré de la luna liviano/en la madrugada
de tu sueño,/con un ramo de luz entre las manos,/lo depositaré junto a tu
cuerpo/y pondré mi primer beso en tus labios.” Es una fascinación que no
deja de sorprendernos, como lo hace todos los años en verano, en esas noches en
las que se viste de gala sobre el mar nocturno que baña las doradas playas de
Benicasim, redonda y majestuosa; u ocupando la noche que se derrama sobre las finas
arenas de las playas del Gurugú y el Pinar en Castellón. Tan grande, que al
verla nuestras fantasías sonámbulas y veraniegas se hacen más posibles. Igual
que la mente de un niño de un verano de hace 45 años voló por el espacio, al
ver que uno de los sueños de la humanidad se hacía realidad, sin importarle si
lo que veía era una pura ficción al mejor estilo americano propio de la guerra
fría, o estaba viendo como la huella de la bota de un hombre quedaba grabada en
el suelo lunar para la posteridad, sin saber que ese acto también rompía el
enigma de la Luna como un territorio virgen, vedado a los hombres y mujeres que
pueblan la Tierra, pero fecundo en sueños y evocaciones poéticas. La magia de
aquel verano sigue habitando en su corazón, porque la Luna para él, siempre
será el sueño de una noche de verano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario