Imagen: José de Togores
Publicado en Levante de Castellón el 1 de Agosto de 2014
Escrito por González de la Cuesta
Al
igual que los dinosaurios dejaron impresas sus huellas en el barro hace
millones de años, y nos han llegado hoy a nosotros como rastros pétreos que nos
recuerdan que hubo otro tiempo, otros veranos bajo la luz del Sol, en los
amplios bosques mediterráneos que tapizaban la Península Ibérica, o en las montañas
recónditas que al norte del Maestrat circundan Morella, en donde la tierra nos
va devolviendo el rastro de aquellos enormes reptiles que fueron los habitantes
del planeta durante un tiempo tan grande que se escapa a nuestro conocimiento,
el verano sigue marcando con huellas imborrables nuestro corazón de sensaciones
difíciles de olvidar, que permanecen con nosotros el tiempo que nos dura la
vida. Como la emoción que tuvo aquel chaval de 10 años cuando vio por primera
vez el mar en el puerto de Valencia una luminosa tarde de Julio, cierto que era
un mar domesticado por el hombre, encerrado entre los espigones que aplacaban
la dársena de la bravura del mar abierto, ese que rozamos en la vuelta que
dimos en la golondrina que nos llevó hasta la misma linde donde las aguas
tranquilas del puerto se agitan por la llamada del oleaje de las aguas en
libertad del mar abierto. Es un recuerdo imborrable perfumado por ese olor
penetrante mezcla de sal y pescado, de vida oceánica en definitiva, que llegó
un verano como una revelación de un mundo desconocido, para quedarse.
Siempre me he preguntado qué
pensarían los tripulantes de las naves fenicias, cargadas de sal, esparto,
curtidos y minerales, cuando divisaban las Agujas de Santa Águeda, retando al
sol del verano costero, que como torres vigías indicaban la presencia de las
grandes playas de arena fina que se extienden entre Benicasim y Castellón,
donde vararían su redondos barcos para hacer los intercambios de un comercio
menor con las poblaciones indígenas de íberos del interior. Playas que tendrían
la misma luminosidad estival que actualmente, y que los niños, impactados por
la inmensidad del mar, aprovecharían para zambullirse en sus aguas tranquilas,
con la misma algarabía que miles de años después lo hacen los niños de hoy. Una
emoción indescriptible sentirían al ver ese infinito de agua bañado por el sol
canicular, como tuvo Manuel, el joven protagonista de la novela de Manuel
Vicent,“El león de ojos verdes”, cuando teniendo cinco años su tío le llevó, por
vez primera, en un carromato, a la playa de Moncofa, y quedó impactado, de por
vida, por el azul de ese mar milenario, que en verano mostraba sus mejores
galas.
El Papa Luna está sentado en la
terraza almenada del Castillo de Peñíscola. Medita sobre las luchas
geopolíticas que le han llevado a convertirse en un Papa cismático y refugiado
en la bella localidad costera del Reino de Valencia. Frente a él, un amanecer
espléndido, de finales de Julio, se yergue bajo la batuta de una esfera solar
que tiñe de tonos anaranjados y azules turquesa el cielo, dando luminosidad a
la infinitud de un mar sosegado, que se despereza con el fresco de esos
primeros compases del día; un mar que hará, cuando el Sol estrelle sus rayos
plateados sobre las tonalidades verdes surgidas de las profundidades de
Mediterráneo, curvarse la línea del horizonte, recordarle que antes de Papa fue
Pedro de Luna, hijo de Juan y María, nacido en Illueca, muy lejos del mar que
ahora le reduce a la insignificancia del hombre frente a la inmensidad de la
naturaleza, haciendo tambalearse en su terquedad por sobrevivir en el trono
papal que él cree le pertenece. Pero ya no hay vuelta atrás. Son demasiado los
intereses que se han creado en torno a su figura y su cetro. Tantos que ya sólo
le queda permanecer amarrado a esos muros del Castillo de Peñíscola, que no son
otra cosa que una ilusión del poder que tuvo, frente al mar que le alimenta con
la sal de la vida, y le ofrecerá, durante muchos veranos, la paz espiritual que
otros le arrebataron.
Siempre el verano en el centro
de nuestros grandes sentimientos. Como los que debieron tener los monjes
carmelitas que buscaban en los tórridos días de un verano del último cuarto del
siglo XVII, cuando llegaron al paraje montañoso que se erguía encima de la
localidad de Benicasim, y quedaron mudos contemplando la belleza serena de sus
bosques, en un paisaje que se abría hacía el fondo del llano con el mar de
fondo, cambiante según las horas del día. Fue ese momento del primer encuentro,
cuando el Sol declinaba tras las montañas entre irisaciones doradas y violetas,
y el aire se hacía más espeso y solemne; en esa hora mágica en la que el
silencio invade la montaña con una reverencia sagrada, casi mágica, cuando los
monjes supieron que aquel era el lugar que buscaban, el Desierto anhelado para
sus oraciones y su vida retirada y contemplativa. Y allí, en ese paraje, que en
verano destila fragancias espirituales y un frescor en la tarde que sale de las
profundidades de la montaña, instalaron su Convento, en un monte que la
sabiduría popular bautizó con el nombre de Bartolo, en honor a una de los
primeros monjes que ocuparon el cenobio carmelita.
Veranos que nos han dejado la huella
imborrable del primer amor ¿Por qué siempre ese primer amor de pasiones
desbocadas y llantos incontrolables cuando se termina, nos ha llegado en
verano? Entre las pesadumbres de la adolescencia, el verano venía de la mano de
una chica celestial, de un chico que llenaba cada segundo de nuestros
pensamientos, sofocados por el calor de la canícula y el arrobo encendido de la
pasión. Amores veraniegos que se han ido repitiendo en el tiempo, como si
estuviéramos encerrados en una rueda órfica de la que no pudiéramos salir,
hasta que la vida nos lanza a otro camino menos lúdico y menos mágico.
Tiene el verano un sabor
especial, un hechizo para el deleite, el placer y la percepción sensorial,
quizá porque el Sol nos mira a la cara ofreciéndose como una fuente inagotable
de luz y de vida, que nos hace sentir con una fuerza más intensa todo lo que
nos rodea. Por eso soñamos más en verano, amamos pasionalmente en verano, y nos
abandonamos al hedonismo epicúreo de disfrutar la vida y encontrarnos a
nosotros mismos en la abulia de sus calorosas tardes, o de hallar nuestro
Shangri-la particular en la contemplación de sus noches pinceladas de estrellas.
Todo esto cabe, porque el verano, en definitiva, es sentimiento a flor de piel,
que deja huella en nuestro corazón.
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