Imagen: Joaquín Sorolla
Publicado en Levante de Castellón el 4 de Julio de 2014
Escrito por González de la Cuesta
El
verano apunta, clarea tímidamente en el horizonte, pero sin llegar a asentarse
con esa canícula infernal, que otros años, por estas fechas de Julio recién
nacido, agosta los campos, abrasa la arena de la playa y dilata nuestros
cuerpos sofocados por días y noches de calor imposible. Amaga, pero no golpea
todavía. Amenaza inocentemente, como si estuviera en una pubertad inconsciente
de días iniciáticos en los que debe demostrar que es capaz de sobrevivir a sí
mismos, entre soles que se estrellan contra la superficie lisa del mar, y
vientos que soplan de levante.
Es este, por tanto, un verano
púber, como lo fueron otros veranos, para adolescentes que encontraron en la
orilla de un mar que iba a morir en olas espumosas, sobre las cálidas arenas de
una playa tostada por un Sol estival, el camino que les conducía de la infancia
hacia una adolescencia sobresaltada de hormonas. Veranos que supusieron una
ruptura de la placidez infantil, para adentrarse en la oscuridad cargada de
dudas e incertidumbres de la pubertad, que convertía en mozos a niños, que
entraron en el estío ahítos de sueños infantiles y salieron abrumados por las
nuevas sensaciones que habían experimentado durante días de Sol y pereza, de
nuevos encuentros y amores tan breves como intensos, que les enseñó a beberse
la vida a sorbos de deseo, decepciones y ganas de vivir y morir de desamor.
Es en verano cuando un niño de
diez años, protagonista de la novela de Erri de Luca: “Los peces no cierran los
ojos”, encuentra en una playa cercana a Nápoles, un nuevo camino que le alejará
de la infancia, en el que transitan la crueldad postinfantil de sus colegas
veraniegos, el amor puro por una niña de la que se enamora perdidamente sin
saberlo, y la certeza de que la vida es un aprendizaje constante, que no tiene
vuelta atrás. En la playa, junto a su madre, y el recuerdo nostálgico de su
padre, que se marchó a Nueva York en busca de una vida mejor, vivirá la
experiencia del primer beso, ese beso que supone una ruptura con los besos
maternales que hasta ese momento había recibido, y le enseña que el amor es un
sarpullido que invade todo el cuerpo, que ni siquiera su madre puede aliviar.
Pero también que la vida es una lucha por la supervivencia, a la que tiene que
enfrentarse sin miedo, como le enseñará el pescador con el que traba amistad.
Una vez más el verano, con sus días largos y sus noches de ensoñaciones, hace
de maestro de ceremonias en la puesta de largo del fin de la infancia y el
principio de la pubertad.
En
un final de verano de postguerra en España, Dani el Mochuelo, se da cuenta que
su infancia a muerto, y los recuerdos de esos años felices le afloran en una
noche de insomnio, antes de partir para seguir sus estudios en la ciudad. Así
nos lo cuenta Miguel Delibes en su novela “El Camino”, en la que una galería de
personajes y situaciones pasan por la cabeza de Daniel, inundando su desvelo,
por la incertidumbre de su nueva vida, que va a cambiar, a sus once años, para
siempre.
En otro verano de 1953, la
adolescencia se muestra en todo su esplendor en el Hotel Voramar de Benicasim,
mientras Berlanga rueda su película “Novio a la vista”, con el hotel de fondo,
como escenario. Una joven bellísima, con toda la carnalidad del fin de la
pubertad, muestra sus encantos en la playa, perturbando las mentes de los
hombres del régimen que veranean y merodean por el hotel, y de Manuel, el
muchacho protagonista de la novela de Manuel Vicent: “León de ojos verdes”, que
quiere ser escritor, y sucumbe platónicamente al deseo que le produce esa chica
llamada Brigitte. Junto a un mar embebido por la placidez veraniega, la
muchacha se pasea en bikini, el primer bikini visto en España, hasta que la
moral de la época, que mira de reojo no exento de lujuria, antes de
escandalizarse, envía una pareja de la Guardia Civil para que le hagan saber a
la niña Brigitte, de apellido Bardot, que se tape las partes pudendas de su
cuerpo, que estamos en la España de Franco, para desazón de Manuel y sus
fantasías oníricas, que pensaba plasmar en papel. Un Manuel que está a punto de
pasar la frontera de la adolescencia y vive esa verano como una libación de
juventud, con un viaje iniciático incluido a las Islas Columbretes, en busca de
un tesoro que yace en el fondo del mar, de la mano de un coronel del ejército,
que no es más ni menos, que el viaje de un adolescente por las cálidas, a la
ida, y bravías, a la vuelta, aguas mediterráneas en busca de sí mismo.
Es el verano junto al mar el que
ha llevado a muchos infantes a vivir experiencias que han cambiado sus vidas, y
se recuerdan siempre. Mismamente, mi primer contacto con el mar fue en la playa
del Gurugú de Castellón. Tenía yo entonces entre ocho y nueve años, no recuerdo
exactamente, y venía del secano veraniego de un Madrid, por aquella época de
1966 ó 1967, aburrido, en donde las tardes las vivía enjauladas en el piso,
hasta que mi madre, pasado el calor canicular, sobre las siete y media de la
tarde (hay que tener en cuenta que en esos años la hora no se cambiaba en
verano) me dejaba salir a la calle a jugar. Vinimos toda la familia a la Residencia
de Sindicato de Transportes, sita en el Grao de Castellón (mi padre, taxista,
consiguió turno mediante el amigo de un amigo, que era comisario de policía y
tenía un amigo en la Falange). Aquellas vacaciones inundadas de aromas salinos
y brisas al atardecer que traían saludos de Júpiter desde las profundidades del
mar, fueron una explosión de libertad absoluta. Con madrugones para bañarnos al
amanecer en la playa, a la que llegábamos atravesando un cañaveral que separaba
la residencia del paseo marítimo, vigente hasta hace pocos años. Una
experiencia de olores y sabores (nunca olvidaré la primera vez que comí
calamares en su tinta con arroz, con ese sabor tan genuino de mar profundo,
sacado a flote por un arroz que bailaba en el plato de lo suelto que estaba) y
una luz blanca, oceánica, que se perdía en la raya del horizonte, donde el
cielo y el mar se juntaban en una lejanía de misterio que provocaba la
imaginación despierta de un niño. Un verano de cuerpos tostados por el Sol y
rebozados de fina arena de la playa, que cambió mi vida, de tal manera, que
cuando el destino me llevó a tener que cambiar de ciudad, e irme a vivir a otro
lugar, no lo dudé, elegí Castellón, porque en el fondo de mi memoria aquel
verano de mi infancia quedó para siempre guardado, como un recuerdo de
libertad, con el Sol y el mar Mediterráneo de fondo.
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