jueves, 31 de mayo de 2018

Emergencia democrática



Escribo este artículo con la sensación de ser un funambulista sobre una cuerda muy floja, porque no es fácil opinar sobre algo que está sucediendo en el momento que ustedes lo lean y, mucho menos, con la incertidumbre del resultado. Uno no deja de tener cierta sensación de vértigo ante la velocidad de los acontecimientos que pueden convertir las palabras en una escritura inútil.
                ¿Pero se puede escribir estos días algo que no tenga que ver con la situación de emergencia democrática que tiene España? Se podría, pero cuando un país se despierta del sueño hipnótico al que ha estado sometido durante años por un partido político que se ha dedicado a espoliarlo en nombre de la patria, es difícil sustraerse al deseo de decir algo.
                Parece que casi todo el mundo lo tiene claro: el Partido Popular se ha convertido en un ente tóxico para el país. No sólo por la corrupción, también por su incapacidad para afrontar  las exigencias de una nueva organización territorial del Estado; por tener paralizado el Congreso con su inacción, que impide sacar adelante iniciativas aprobadas en Pleno; por haber abierto una brecha social y de género, que es sonrojante como sociedad; por haber ido, silentemente, desmantelando el estado de bienestar: sanidad, pensiones, educación, etc., con el único fin de privatizar sus servicios; por haber conseguido que España sea un país irrelevante en el concierto internacional; por haber desregularizado, hasta tal punto, las normas laborales, que ha convertido a los trabajadores/as en nuevos esclavos del capital. En definitiva, por estar destruyendo el país y la convivencia poco a poco, sin más interés que el de aferrarse al poder.
                Pero todo lo anterior ya lo sabíamos y, de alguna manera, consentíamos, instalados en la desidia democrática que ha permitido que ese mismo Partido siga gobernando el país. El problema es que ahora, además, ha sido condenado por corrupción y ya no puede haber medias tintas, ni echarse las manos a la cabeza mientras se les mantiene en el poder, ni enrocarse en reivindicaciones territoriales, para seguir fingiéndose víctimas de un gobierno malo, malísimo, que no les deja en paz. Un país democrático no puede consentir estar gobernado por un Partido (aquí hay que recordar a los miembros del gobierno y su presidente, que ellos están ahí porque su Partido posibilita que estén) infectado de corruptos, ahíto de corrupción y ya condenado por ello.
                Por eso resulta increíble, que presentada una moción de censura, casi todos los Partidos estén más pendientes de sus cálculos electorales, ante la gravísima situación de crisis institucional y democrática que vivimos, que de comprometerse en una solución de regeneración, que vuelva a instalar la decencia en este país. Ahora no es posible nadar y guardar la ropa; en  otro momento, a lo mejor sí, pero ahora no. El problema es cuando se confunden españoles con votos o vascos von votos o catalanes con votos, y tanto nacionalismo electoral es capaz de sacrificar el bienestar del país por el interés del propio Partido.
                Aferrarse al poder tiene consecuencias graves para quien lo hace, porque siempre se acaba perdiendo la noción de la realidad; también para la sociedad, que termina convirtiéndose en un juguete en manos de intereses espurios. Pero cuando el país lo reclama, que los Partidos de la oposición sean incapaces de alcázar un acuerdo de mínimos para regenerar la democracia, nos revela que algo no está funcionando y que las reformas deben ser de mucho más calado, que una mera operación estética de cambio de presidente o convocatoria de elecciones, para que todo siga igual.  

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