Escribo este artículo con la
sensación de ser un funambulista sobre una cuerda muy floja, porque no es fácil
opinar sobre algo que está sucediendo en el momento que ustedes lo lean y,
mucho menos, con la incertidumbre del resultado. Uno no deja de tener cierta
sensación de vértigo ante la velocidad de los acontecimientos que pueden
convertir las palabras en una escritura inútil.
¿Pero
se puede escribir estos días algo que no tenga que ver con la situación de
emergencia democrática que tiene España? Se podría, pero cuando un país se
despierta del sueño hipnótico al que ha estado sometido durante años por un
partido político que se ha dedicado a espoliarlo en nombre de la patria, es
difícil sustraerse al deseo de decir algo.
Parece
que casi todo el mundo lo tiene claro: el Partido Popular se ha convertido en
un ente tóxico para el país. No sólo por la corrupción, también por su
incapacidad para afrontar las exigencias
de una nueva organización territorial del Estado; por tener paralizado el
Congreso con su inacción, que impide sacar adelante iniciativas aprobadas en Pleno;
por haber abierto una brecha social y de género, que es sonrojante como
sociedad; por haber ido, silentemente, desmantelando el estado de bienestar:
sanidad, pensiones, educación, etc., con el único fin de privatizar sus
servicios; por haber conseguido que España sea un país irrelevante en el
concierto internacional; por haber desregularizado, hasta tal punto, las normas
laborales, que ha convertido a los trabajadores/as en nuevos esclavos del
capital. En definitiva, por estar destruyendo el país y la convivencia poco a
poco, sin más interés que el de aferrarse al poder.
Pero
todo lo anterior ya lo sabíamos y, de alguna manera, consentíamos, instalados
en la desidia democrática que ha permitido que ese mismo Partido siga
gobernando el país. El problema es que ahora, además, ha sido condenado por
corrupción y ya no puede haber medias tintas, ni echarse las manos a la cabeza
mientras se les mantiene en el poder, ni enrocarse en reivindicaciones
territoriales, para seguir fingiéndose víctimas de un gobierno malo, malísimo,
que no les deja en paz. Un país democrático no puede consentir estar gobernado
por un Partido (aquí hay que recordar a los miembros del gobierno y su
presidente, que ellos están ahí porque su Partido posibilita que estén)
infectado de corruptos, ahíto de corrupción y ya condenado por ello.
Por
eso resulta increíble, que presentada una moción de censura, casi todos los Partidos
estén más pendientes de sus cálculos electorales, ante la gravísima situación
de crisis institucional y democrática que vivimos, que de comprometerse en una
solución de regeneración, que vuelva a instalar la decencia en este país. Ahora
no es posible nadar y guardar la ropa; en
otro momento, a lo mejor sí, pero ahora no. El problema es cuando se
confunden españoles con votos o vascos von votos o catalanes con votos, y tanto
nacionalismo electoral es capaz de sacrificar el bienestar del país por el interés
del propio Partido.
Aferrarse
al poder tiene consecuencias graves para quien lo hace, porque siempre se acaba
perdiendo la noción de la realidad; también para la sociedad, que termina
convirtiéndose en un juguete en manos de intereses espurios. Pero cuando el
país lo reclama, que los Partidos de la oposición sean incapaces de alcázar un
acuerdo de mínimos para regenerar la democracia, nos revela que algo no está
funcionando y que las reformas deben ser de mucho más calado, que una mera
operación estética de cambio de presidente o convocatoria de elecciones, para
que todo siga igual.
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