Publicado en Levante de Castellón el 11 de mayo de 2018
Cualquier acontecimiento,
cualquier acto, cualquier evento que suceda tiene unas causas profundas, que a
simple vista no son perceptibles, pero que cuando rascamos empiezan a
revelarse, descubriéndonos que la superficie sólo es una parte pequeña de la
realidad, sometida a las presiones que se producen en el interior. Siempre es
así. Detrás de un accidente laboral, hay un rosario de negligencias, que van
más allá del descuido de trabajador/a. Igual que cuando una pareja se rompe
porque se acabó el amor, y cuando metemos la mano en la herida que queda
abierta, afloran muchas razones que no se han querido atender a su debido
tiempo y acaban dinamitando lo que en otro momento fue la sal de nuestra vida.
Ahora
la sociedad española, con muchísimas resistencias latentes en gran cantidad de
comportamientos, está descubriendo que
hay un terrible mal que la tiene prisionera: la violencia de género. Y lo está
haciendo de una manera superficial, atendiendo sólo al suceso, a esa superficie
carente de brillo, sin plantearse por qué hay una violencia tan despiadada y
consentida hacia las mujeres. Lo que nos lleva a fijarnos sólo en los grandes sucesos
con resultados dramáticos, tan del gusto de los medios de comunicación y del
morbo que la sociedad engendra en su seno.
No queremos ver lo que hay debajo, lo que puede brotar cuando se excava
en el problema, quizá por miedo a vernos reflejados en el espejo de nuestra
culpabilidad (a nadie le gusta sentirse culpable); quizá por no vernos
implicados en cuestionar un orden social fundamentado en el poder del más
fuerte, donde las mujeres, sin apelaciones a las clases sociales, a la cultura
o a la inteligencia, están en un peldaño tan bajo en su consideración, que no
les permite salir de ese agujero de desprecio y desconsideración, que la
sociedad masculinizada les ha otorgado. En la relación hombres/mujeres estamos
instalados en una sociedad de castas, donde la movilidad hacia arriba o hacia
abajo es casi imposible, y digo casi, porque siempre hay alguna excepción que
confirma la regla.
La
violencia de género no es un asunto de hombres malvados, aunque haberlos los
hay y, desgraciadamente, más de lo que podríamos suponer. Detrás de esa dicotomía
existente entre hombres y mujeres existe un machismo generalizado que abarca a
ambos géneros y del que sólo podremos salir, cuando seamos conscientes de que
la sociedad debe sustentarse sobre unos parámetros de igualdad y respeto entre
géneros, que acabe trasformando la relación de poder existente en la
actualidad, en la que los/las de arriba fundamentan su estatus en la dominación
de los/as de abajo. En donde la mujer, además, sufre un doble sometimiento, al
tener que asumir todas aquellas tareas que al hombre le parecen no apropiadas a
su sexo. Aunque, afortunadamente, esto parece estar cambiando. Si no es así; si
lo ceñimos todo a una guerra entre sexos,
nunca atacaremos las causas profundas del problema, y seguiremos
reproduciendo los roles actuales, mientras nos echamos las manos a la cabeza.
El
principal motivo de la violencia de género hay que buscarlo en la desigualdad,
en todas sus manifestaciones: social, salarial, de oportunidades, de seguridad,
jurídica, educativa, etc. Una desigualdad que convierte a las mujeres en ciudadanas
de segunda categoría y lo que es mucho más grave, la sociedad la acepta como
normal, porque ha sido siempre así. Es como la pobreza: si siempre ha habido
ricos y pobres, por qué molestarnos en cambiar las cosas.
El
cimiento de las desigualdad hay que buscarlo en el poder, en aquellos que no
quieren que en las escuelas se eduque en la creencia de que mujeres y hombres
somos iguales; en aquellos que se niegan a introducir asignaturas que enseñen
valores de género y respeto, como uno de los mayores bienes que puede tener una
sociedad democrática, fomentando, sin embargo, la enseñanza de la religión, que
ha sido y es una de las mayores formas ideológicas de dominación de la mujer
existentes en la historia. Pero, también, la desigualdad que acaba conduciendo
a la violencia de género, y aquí cabe cualquier tipo de violencia o
intimidación, defendida por aquellos que se niegan a modificar las leyes, para
que ninguna mujer se siente insegura jurídicamente ni desprotegida policial y
socialmente. En aquellos que consienten la brecha salarial y tienen a la mujer
como mercancía laboral, no permitiendo que esta pueda conciliar su actividad
profesional, con su familia o su vida personal. En todos aquellos que
sermonean, que justifican la violencia, que le buscan tres pies al gato cuando
se trata de ridiculizar la denuncias de las mujeres ante la inseguridad que
viven como víctimas de la violencia. En aquellos que desprecian el miedo y se
mofan de él.
Todos
somos responsables, de alguna manera, de este mal -que cada uno haga su examen
de conciencia-, pero sobre todos quienes siguen negando que las mujeres son
iguales (desde la diferencia) a los hombres y con sus actos están perpetuando
no sólo la imposibilidad de encontrar una solución a corto plazo, que de mayor
seguridad a las mujeres, sino también quienes no están dispuestos a tomar
medidas a medio y largo plazo, que acaben con una desigualdad, que ya a muchos
y muchas nos resulta insultante. Claro, que para eso, deberíamos empezar
valorar quiénes son los/as dirigentes más adecuados para promover ese cambio en
la sociedad y quiénes no.
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