Publicado en Levante de Castellón el 16 de febrero de 2018
La pérdida de la inocencia es ese
momento de nuestra vida en que nos damos cuenta de que casi todo lo que nos han
contado desde que tenemos uso de razón pertenece a una gran farsa construida
para hacernos más feliz la infancia o, si ya estamos en edad adulta, para
mantenernos distraídos de los asuntos que a quienes detentan el poder no les
interesa que sepamos.
A
veces nos caemos del guindo sin quererlo, por una nimiedad que nos hace abrir
los ojos y reparar que hay una realidad
que hasta ese momento nos habíamos negado a ver. Otras veces, son los
grandes acontecimientos, normalmente mucho más dramáticos, los que abren el
velo de falsedad que rodea nuestra vida.
Es como esas parejas que vive instaladas en una rutina ciega, sin darse
cuenta de que cada uno hace su vida por un lado diferente al del otro, hasta
que se descubre el engaño, la mentira construida de una vida en común, y el
dolor se instala en el alma abriéndonos los ojos que, voluntaria o
involuntariamente, tendíamos cerrados.
Durante
todos estos años de democracia, quienes han ostentado el poder, han construido
un relato que, sabiamente y con ayuda de los resortes que han levantado para
protegerse, nos han hecho creer. Y nosotros nos lo hemos creído, como esos
infantes que nunca cuestionarán aquello que les dice sus padre o su madre. Si
nos detenemos a reflexionar, son muchos los asuntos que servirían para
cuestionar la calidad de la democracia española durante estos cuarenta años.
Pero ninguno, desde el punto de vista estrictamente político, es tan grave y ha
condicionado tanto la gobernanza del país, como haber mantenido en el tiempo un
sistema electoral que ha sido útil, principalmente, para construir una casta de
poder, por encima del voto que los españoles depositábamos en las urnas.
No
nos ha de extrañar, por tanto, la reacción de socialistas y populares ante la
iniciativa de los nuevos Partidos: Podemos y Ciudadanos, para cambiar unas normas
electorales que sólo les benefician a ellos, dejando en la cuneta electoral a
cientos de miles de votos, que nos les resultaban útiles. Los argumentos
esgrimidos por unos y otros, a derecha e izquierda, en contra de elaborar una
ley electoral más proporcional y acorde con la democracia, son tan peregrinos y
mezquinos, que sólo pueden tener como justificación el miedo a perder un poder
político casi absoluto, que tan buenos dividendos les ha producido.
Es,
por ser benigno, curiosa la coincidencia de PSOE y PP en sus descalificaciones tras
la propuesta de reforma electoral: “Es muy curioso que determinados Partidos
piensen exclusivamente en sus intereses electorales” (Margarita Robles. PSOE); “intereses particulares más que
generales” (Íñigo Méndez de Vigo. Portavoz del Gobierno). Ante esto, no cabe
más que preguntarse si los intereses particulares o electoralistas están más
del lado de quienes quieren ampliar la proporcionalidad del voto, para que
todos tengan el mismo valor, o de aquellos que tratan de aferrarse a un sistema
electoral que ha sido una burla para los electores.
Incluso,
en su papel de aguantar el bipartidismo escudándose en las leyes por encima de
la voluntad popular, se permiten el agravio de jugar al escondite con todos
nosotros. Dicen en el PSOE que si el PP no entra en el consenso de una reforma
electoral, ellos no participarán, a sabiendas de que los populares ya han dicho
que ellos no van a sentarse a cambiar un sistema que les beneficia y mucho.
Al
final, uno tiene la sensación de haber sido engañado durante años, y que los
promotores del engaño no van a mover un dedo por restablecer la veracidad
electoral. Vamos a escuchar variedad de explicaciones, a cada cual más
peregrina, por parte de la tropa tertuliana y mediática afín al bipartidismo,
para tratar de que sigamos creyendo que los reyes magos son verdaderos, porque
son magos y consiguen que elección tras elección ellos se mantengan en el
poder, aunque los votos no les sean favorables.
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