La
ciudad. La primera sensación que se tiene al llegar a Nueva York es el
enorme espacio que ocupa el aeropuerto y la luz naranja del ocaso invernal, que
le da un aspecto cinematográfico, con un color que hemos visto cientos de veces
en el cine y que aquí descubres que no es un artificio fotográfico, sino que es
real. Sucede como cuando se está llegando al desierto del Sahara y de repente
aparece una gran masa naranja y uno se da cuenta que no se trata de la luz,
sino que éste es el color natural de la arena.
Esa
visión cinematográfica ya no te abandonará en todo el tiempo que estés allí. Es
una sensación como de estar dentro de una película en la que no hay guión, ni
argumento, ni celebridades, sólo tú y la ciudad al fondo. Como si un niño
hiciera un viaje y de repente se encontrara en “El País de Nunca Jamás”. Por
eso, es muy difícil escapar de la fascinación nerviosa que se siente al poner
el pie en suelo neoyorquino según sales del avión y empiezas a ver policías de
película, coches de película, autopistas de película, edificios de película...
todo igual que en el cine, pero con la gran diferencia que eres tú el que está
dentro de la pantalla. Una realidad ilusoria a la que cuesta sobreponerse un
rato largo y que sólo se consigue tras palparse varias veces y tomar conciencia
de que tu cuerpo está allí contigo y que no hay ni película, ni escenario, ni
cámaras, y que el policía que está frente a ti, interrogándote sobre los
motivos de tu estancia, es real, y que los negros tocados de gorra que están a
la caza de tus maletas también son de carne y hueso.
Desde
el taxi veo la ciudad y hay tres cosas que me llaman la atención: la primera,
los coches son enormes; la segunda, que lo que veo no difiere en nada de cualquier
ciudad europea -atravesamos Queens por un enjambre de autopistas y edificios
vulgares que se pierden en la lejanía-; la tercera es un impacto visual que se
produce al ver Manhattan desde lejos como una imagen fantástica de grandes
edificios agolpados, dibujados en la noche por miles de luces que salen de las
ventanas iluminadas. Después, al entrar en la Gran Manzana , subir
por la Segunda Avenida ,
cruzar Central Park y encontrarte metido de lleno en ese gran bosque de colosos
de acero y hormigón, te das cuenta de que el mito existe y a partir de ese
momento pasas a formar parte de él.
Al
sumergirte en el río humano te das cuenta de que existe un equilibrio entre
urbanismo, gentes y arquitectura, solo
capaz de romperlo hechos tan luctuosos como los del 11-S y entonces se
comprende por qué aquel acontecimiento supuso un drama social de consecuencias
todavía no superadas, a raíz del cual los neoyorquinos vieron como esa armonía
urbana se rompía, y se generaba miedo, tranquilizado, de alguna manera, con un
ingente número de policías, de todo tipo, desparramados por las calles de la
ciudad.
Nieve.
Invierno en Nueva York. Nieve, nieve, nieve, la nieve cae intensamente
durante días sin parar y toda la ciudad se transfigura -al principio resulta
hermoso ver Central Park cubierto de un manto blanco-. Las calles cambian su
fisonomía, ahora son rectas pintadas de blanco, holladas por las rodaduras de
los coches que van y vienen imperturbables al fenómeno meteorológico. Cuando se
mira desde la distancia da la sensación de estar dentro de una bola de cristal
de esas que cuando las agitas la nieve revolotea entre los rascacielos hasta
posarse en el fondo, lo único que aquí la bola es agitada
sin solución de
continuidad. Pero la belleza del contraste que se produce entre los edificios
posados sobre el manto blanco se acaba volviendo incómoda y un simple paseo por
la 5ª Avenida o por Times Square se hace espinoso. Mientras, el viento hace que
la nieve te golpee en la cara y el frío es intensísimo. Solo Central Park, un
inmenso pulmón con medio millón de árboles, parece estar en sintonía con la
nieve. La naturaleza recibe bien a la naturaleza.
Sin
embargo la ciudad sigue, no pierde su ritmo, y el ir y venir de gentes y coches
no cesa, cada uno en sus asuntos, como si la nevada no fuera con ellos,
acostumbrados a inviernos que a los europeos del sur nos pueden resultar
exóticos, por la dureza de la climatología.
Después
cesará de nevar, saldrá el sol y una luz intensa se apoderará de todo cuanto
habita la urbe. Otra vez la luz, algo que Nueva York tiene con generosidad para
solaz de sus habitantes y regalo a sus visitantes.
Calles. Pasear por Nueva York es una experiencia que hay que vivir al
menos una vez en la vida. Es
entrar en un mundo plagado de contrastes, que
nuestros sentidos tardan en asimilar un tiempo, quizá cuando ya de vuelta a
casa empiezas a ordenar sensaciones e imágenes. Desde el lujo, casi insultante
de la 5ª Avenida rebosante de tiendas, hoteles y edificios de oficinas
imposibles para la mayoría de los mortales, a la belleza escéptica y pobre de
Harlem. Nada que ver tiene la calle 42, con su trasiego humano en torno a
Neoyorquinos. Una marea humana invade a diario las calles de Nueva York. Como
Machado, van de su corazón a sus asuntos. Un tráfico paralelo de gentes de
distinto pelaje se detiene en los
semáforos a la espera del “walk”, cruza y atraviesa la ciudad entre los vapores
de taxis, los hay a miles, y coches particulares. Van y vienen tejiendo una
tupida malla de seres que dan vida a ésta ciudad, porque lo que realmente es la
savia que corre por sus arterias son sus gentes: blancos muy blancos, negros
enormes, chinos con el ábaco metido en la cabeza, hispanos en permanente
crecimiento, europeos finolis, asiáticos que buscan un lugar en un mundo que
les resulta extraño, judíos, cristianos, musulmanes, budistas..., todos caben y
nadie desentona, todos respiran el mismo aire y todos contribuyen a mantener la
ciudad viva, pero cada uno reserva el
espíritu de su cultura como una salvaguarda para conservar su identidad
personal, en un lugar que tiene como
identidad común la de todos. Es una mezcla
de aromas que tiene como resultado el sabor del tutifruti o la macedonia,
aunque al final cada uno se refugie con los suyo. Así nos encontramos con el
barrio de los judíos, el de los negros, los hispanos, los chinos… etc. Quizá
porque la ciudad todavía conserva recuerdo de sus orígenes como gran urbe,
cuando llegaban inmigrantes de todos los lugares del mundo y fueron
distribuyéndolos por zonas. Ahí está todavía
El gran contraste. Son muchos los contrastes que
ofrece Nueva York, pero el más impresionante, por el que solamente por él
merece la pena ir, es el efecto que produce estar en la calle, bajo esos
enormes rascacielos que te hacen sentir realmente pequeño y en poco tiempo
estar encima de la gran ciudad. La visión que se ofrece a la vista desde el
mirador del Empire State Building es sobrecogedora, sobre todo si se produce al
final de la tarde, cuando todas las luces de la ciudad ya se han encendido. El
impacto para los sentidos es excitante, al ver como los edificios que un rato
antes te empequeñecían, ahora está a tus pies. Un paisaje de luces y colores
que abarca todo el horizonte y te hace sentir, desde la impresionante atalaya
del piso 86, el rey del mundo, queriendo gritarlo a los cuatro vientos,
emulando a Di Caprio en Titanic.
Probablemente
una estancia más prolongada en Nueva York nos revelaría poco a poco el lado
oscuro de la ciudad, siempre hay un reverso de la medalla que descubrir, pero
esa no es tarea del turista, que en definitiva va a ver y recibir impresiones
del lugar visitado, cuanto más gratas mejor, y esta ciudad las ofrece por
doquier, a plena satisfacción. Que éstas cubran las expectativas depende de
cada uno. Pero lo cierto es que esta ciudad no deja indiferente a nadie y para
siempre abandonará la pantalla de cine para ocupar un lugar en el corazón de
todo aquel que la visite.
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