Foto. Autor desconocido
Publicado en Levante de Castellón el 10 de marzo de 2017
Cada año celebramos el 8 de marzo
como una fecha reivindicativa de los derechos de las mujeres en igualdad con
los hombres, y cada año se repiten las mismas palabras, los mismos gestos y las
mismas indignaciones. Es como si el tiempo se hubiera detenido y todo siguiera
igual año tras año: violencia machista, brecha salarial, desigualdad profesional…
etc. Todo un rosario de afrentas hacia las mujeres que la sociedad está
consintiendo, quizá porque los hombres seguimos teniendo el sentido de posesión
muy activo, lo que convierte a las mujeres en un objeto sobre el que se tiene
la propiedad de decidir qué hacer con él; no debemos olvidar que el mundo sigue
estando gobernando por hombres o, en algún caso, por mujeres que se comportan
como hombres, y las leyes son y están hechas para y por los hombres.
Nos
escandalizamos por cada atentado violento que sufre una mujer, y sin embargo no
hay un clamor social para que la violencia de género tenga la misma
calificación jurídica y social, que el terrorismo. O cuando un diputado polaco
lanza exabruptos contra las mujeres dignos del siglo XIX, y sin embargo, ante
unos calificativos que deberían haber hecho levantarse a todas sus señorías
dejando con la palabra en la boca al energúmeno que estaba hablando, nadie abandona el hemiciclo y los medios de
comunicación van prestos a que sus ideas cavernícolas queden bien amplificadas
por todo el continente. Nos escandalizamos, hasta que cada acto denigrante que
se ejerce contra las mujeres vuelve a caer en el olvido, quizá porque vivimos
en una sociedad tan cortoplacista que nuestra vida se ha convertido en una
amnesia permanente de todo lo que haya pasado un minuto antes, o quizá porque,
en el fondo, seguimos bebiendo tragos de ese machismo que nos han inoculado
desde el poder, porque, no nos engañemos, en nuestra sociedad el poder sólo se
mantiene si es machista en el sentido amplio de la palabra, es decir, si puede
someter a su dominio, violencia incluida, a la mayor parte de población
posible, teniendo las mujeres el doble sometimiento de la transversalidad a
todas las clases sociales. Miramos cada acto de desigualdad, sintiéndolo como
algo ajeno. A fin de cuentas, sólo son mujeres, por eso en el último barómetro
del CIS, el problema de la violencia machista sólo le preocupa al 1,6% de los
españoles.
Tratamos
de buscar soluciones a corto plazo de un problema que tiene su origen en el
mismo principio de nuestra civilización, que se fundamentó, no me cabe la menor duda, en la fuerza que
les daba a los hombres ser lo cazadores, y por tanto, los que llevaban el
alimento a la tribu (no hemos cambiado mucho, como pueden ustedes ver). Sin
embargo, más allá de las necesarias medidas urgentes que la sociedad debe
acometer para acabar con los casos más graves de machismo y violencia, el
problema sólo se puede resolver a largo plazo, mediante la educación que
sistemáticamente se nos ha hurtado a las generaciones actuales. Una educación
en igualdad que hiciera que hombres y mujeres, en un futuro, estuvieran en el
mismo plano de consideración mutua, legal y social. Yo sé que esto es
revolucionario, por ello los grupos más conservadores de la sociedad, que
tristemente suelen ir unidos a cualquiera de las religiones que se profesan en
el mundo, no cejan en su empeño para que desaparezcan de los programas
escolares asignaturas que eduquen a niños y niñas en igualdad. Además, si el
poder abre la mano para que una de las mayores injusticias desaparezca gracias
a la educación, quién le asegura que no va a ocurrir otro tanto con las demás
desigualdades que se ocupan de mantener.
Podemos
protestar por grandes iniquidades o graves sucesos, es necesario hacerlo, pues
la sociedad civil se alimenta, entre otras cosas, por ser la vigilante de los
desmanes del poder. Sin embargo, nos encontramos ante un desafuero compartido,
bidireccional entre el poder y nosotros. Hay muchos comportamientos que pasan
desapercibidos; demasiados actos de dominio y sumisión entre hombres y mujeres;
pequeños micromachismos en lo que sí podemos incidir, liquidar, romper esa
dinámica de miles de años que nos sitúa a los hombres por encima de las
mujeres, sin que muchas veces seamos conscientes de ello. Está bien que
discutamos sobre el machismo con mayúscula en el lenguaje, en el mundo laboral,
en la cultura, en el deporte, en todas y cada una de las actividades que
desarrollamos diariamente, pero si nosotros no cambiamos en nuestro
comportamiento cotidiano; si no exigimos, por ejemplo, que la Real Academia de
la Lengua acabe con definiciones denigrantes para la mujer, pero que están ahí,
porque el lenguaje se ha construido desde la visión que los hombres y el poder
tienen de la sociedad , como la de sexo débil: “conjunto de mujeres”; o que a
una mujer no se la despida porque no lleva tacones al trabajo o va sin pintar.
Si no conseguimos esto, seguiremos celebrando cada año el 8 de marzo, con las
mismas reivindicaciones, porque la igualdad se ha parado en el tiempo o está en
claro retroceso.
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